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ACTUALIZADO 21 DE NOVIEMBRE DE 2008
 
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Cuando aprieta el frío

Cuando se me metió la loca idea de venirme a vivir un día Campeche, corría el principio del milenio

POR RODRIGO SOLÍS Texto más grande Texto más pequeño Texto más grande

Campeche es una ciudad que vive en una perpetua primavera. Salvo, claro,  cuando nos aborda algún huracán. Fuera de ese capricho de la naturaleza, pareciera que siempre el cielo es muy azul, las nubes muy blancas y el calor muy intenso. Desde luego, como toda ciudad tropical, tiene sus temporadas de lluvias. Lluvias intensas que parecen no parar hasta sepultar a la ciudad entera bajo el agua. Las olas del mar se vuelven locas, se embravecen y se estiran como garras peligrosas sobre la baranda del malecón como queriendo tragarnos. Pero eso casi nunca ocurre, porque el mar pareciera estar bajo el influjo de alguna droga como el Xanax o el Valium. Casi siempre está dormido. Como si estuviera muerto de aburrimiento de vernos todos los días las mismas caras y haciendo las mismas cosas y platicando las mismas historias y riendo de los mismos chistes. Sin embargo, hay días como hoy, melancólicos, en el que el cielo deja de ser muy azul y las nubes muy blancas y el calor muy intenso. Son días en los que aprieta el frío. Y la humedad se te mete en los huesos y la brisa marina te congela las mejillas.

Cuando se me metió la loca idea de venirme a vivir un día Campeche, corría el principio del milenio. Tenía el corazón roto. Como cuando era un niño. Sólo que ya no era un niño y el corazón lo tenía hecho pedazos por culpa de una mujer, o quizás por culpa mía, en realidad ya no recuerdo culpa de quién fue. Era yo un joven iniciándome en mis veintes. Con un futuro prometedor. Tal cual como el de todos mis jóvenes amigos, que ya no éramos ni mucho menos unos tontorrones e ingenuos adolescentes pero tampoco unos hombres con responsabilidades y obligaciones. Estábamos justo en el punto medio. Donde los sueños se pueden cristalizar o despedazar de una vez por todas.

Como tenía el corazón roto, me dedicaba a escribir poemas impresentables que sin embargo no dudaba en dárselos a leer a mis amigos que fingían maravillosamente eso de poner cara de que era yo un gran escritor atormentado. Así que bebíamos mucha cerveza y subrepticiamente nos íbamos detrás de los matorrales de Loma Azul a fumarnos unos cigarros de marihuana (sí, cigarros, nosotros le sacábamos el tabaco a los cigarros Marlboro y lo suplantábamos con hojas de marihuana). Nuestras amigas y uno que otro amigo (porque la mayoría no fumaba y jamás les cruzó por la cabeza que nosotros fumáramos marihuana marca Marlboro) creían que la cerveza obraba milagros en nuestro organismo, es decir, que el alcohol nos hacía reír como unas urracas deschavetadas. Fumar era, en realidad, un pretexto para escapar un rato de las chicas y mirar la noche estrellada y hablar un poquitín del mal de amores y sentir la brisa helada congelándonos la cara. Eran momentos lindos. De una complicidad absoluta. El humo amargo quemándonos la garganta y luego la cerveza bien fría renovándonos el estado de ánimo. No sentíamos vivos. Con el corazón latiendo.

Aquellos eran días en los que no hablábamos de nada y hablábamos de todo. Hasta el amanecer. Nos montábamos en el coche y poníamos canciones de los Smashing Pumpkins (o si andábamos en plan de maricas, el concierto unplugged de Alejandro Sanz) y rememorábamos aquellos días cuando éramos jóvenes felices tal cual si fuéramos unos veteranos. Íbamos a toda velocidad por las calles. Bajábamos las ventanillas para que el aire fresco nos llenara los pulmones, o en su defecto, para darle tapetazos a los inocentes travestis que caminaban sin deberla ni temerla por las calles del centro. Luego conducíamos más rápido todavía hasta la Escénica. Gritábamos como unos locos el coro de la canción que estuviera sonando a todo volumen en las bocinas mientras el coche se convertía en una especie de cochecito de montaña rusa que se pegaba al asfalto a casi 200 km/hr en las subidas y bajadas.

Contemplábamos la luna, el inmenso océano y el malecón entero trepados sobre las murallas del fuerte de San Miguel. Borrachos. Eufóricos. Melancólicos. Sintiendo literalmente detrás de nuestras espaldas todo el peso histórico de una ciudad pueblerina amurallada de la cual todos querían escapar pero por razones indescifrables nadie terminaba por atreverse a emprender el exilio. Luego conducíamos hasta la carretera y nos metíamos a una central de abastos abandonada o al primer cementerio que veíamos en el camino. Jugábamos a policías y ladrones como si fuéramos niños. Nos hacíamos bromas de que algún zombie, monstruo o vagabundo nos asesinaría de una forma inenarrable, suposición (al menos la del vagabundo asesino) nada alejada de la realidad.

Una noche, tal como sospechamos ocurriría, uno de nosotros desapareció y todos pensamos que había sido, sin lugar a dudas, obra del chupacabras o alguna otra bestia diabólica. Luego llegamos a la conclusión de que el culpable era algún vagabundo de los que seguramente vivía en las galeras de la central de abastos. Reíamos de miedo y de nervios. Fumamos. Bebimos. Y como en aquel entonces no todos tenían celular (incluido el amigo extraviado) nos embarcamos en una peligrosa excursión entre agujeros y callejones impregnados a olor de orines y excremento, y al fracasar en nuestra búsqueda decidimos recurrir a la policía, pero de camino a la policía encontramos a nuestro desaparecido amigo corriendo en mitad de la carretera como un demente, con la cabellera revoloteándole sobre el rostro y cargando un palo con la mano a manera de jabalina olímpica. Cuando le preguntamos por qué llevaba ese palo en la mano respondió que era para defenderse del chupacabras, y cuando le preguntamos por qué escapó de la central de abastos respondió que porque creyó que lo habíamos abandonado a su suerte. Lo curioso es que este amigo era de los que no fumaba ni tomaba nada.

Sí, éramos jóvenes. Llenos de sueños y esperanzas. Con la sombra incipiente de la realidad acechándonos. Amenazándonos. Esperando el momento oportuno para mordernos. Tragarnos. Por eso bebíamos y fumábamos y reíamos y nos abrazábamos y nos besábamos y nos decíamos cuánto nos queríamos porque estábamos seguros de que nada volvería a ser igual luego de esos días fríos y húmedos lejos de la escuela y del trabajo. Eran nuestros últimos días. De dejar de soñar. Poner los pies sobre la tierra y emprender cada cual su camino. Y convertirnos en lo que hoy día somos. Algunos casados. Otros no. Algunos con hijos. Otros no. Algunos con cargos públicos. Otros no. Algunos aún con sueños peregrinos. Otros ya no.

Por eso, son días como hoy, cuando aprieta el frío, que tengo ganas de subirme al coche con mis viejos amigos, poner esa maravillosa canción 1979 de los Smashing a todo volumen, bajar las ventanillas, emborracharnos, fumarnos unos cigarros de marihuana y luego manejar a toda velocidad sobre las calles húmedas y meternos a los cementerios o a la central de abastos abandonada y perdernos allí por toda la eternidad. O tan siquiera, hasta que salga el sol y el cielo se ponga muy azul y las nubes muy blancas y el calor muy intenso.

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