archivo ENVÍE SU OPINIÓN AVISO DEL MEDIO  
ACTUALIZADo 20 de ABRIL de 2009
Ni villa, ni hermosa
Eutimio Estrella abriría el encuentro dando una charla de La situación actual de la creación y publicación literaria en Campeche
por Rodrigo Solís
Texto más grande Texto más pequeño Texto más grande Texto más pequeño Texto más grande

1

Todo comenzó mal en mi primer encuentro de escritores.

-¡Bienvenido, Eutimio Estrella! –me dijo una señora muy perfumada y arreglada en el lobby del hotel.

Palidecí. También quedé mudo. Incapaz de articular palabra alguna y desmentir a esa señora tan elegante y digna, llena de pulseras y collares de colores fabricados con semillas de plantas exóticas que me sujetaba de las manos y me decía que era sin lugar a dudas el mejor escritor de Campeche, que admiraba mi trabajo y ni que decir de mi libro ¿Trabajas o escribes?, gloria de la literatura moderna, bocanada de aire fresco, manantial en mitad del desierto.

-Eutimio Estrella no pudo venir –dijo Ricardo Rueda.

El terror se apoderó de mí. También de la señora perfumada y arreglada; si no era Eutimio Estrella, decían sus ojos horrorizados, ¿quién diablos era yo? Por fortuna, Ricardo Rueda salió al quite. Le explicó a la señora, al parecer una de las organizadoras (luego ella nos aclaró, altiva y muy segura de sí misma, que era la directora del Instituto de Cultura de Villahermosa) que por error el Instituto de Cultura de Campeche no pudo avisar a tiempo que Eutimio Estrella no podría asistir al evento por cuestiones laborales, así que enviaron a otro de sus más grandes exponentes campechanos. Ricardo Rueda me presentó descosiéndose en halagos como si fuese yo un premio Nobel.

-Caramba, mucho gusto –dijo la señora perfumada-. Un placer conocerle, maestro.

Me sonrojé. Nunca antes alguien me había llamado maestro. Y no sería la última vez, al parecer todos los participantes en el encuentro de escritores eran maestros de algo porque los organizadores no cesaban de llamarles maestro por aquí, maestro por allá.

-Maestro, tenga –me dijo la directora de cultura sin poder ocultar su bochorno al entregarme un gafete con el nombre impreso de Eutimio Estrella-. Una disculpa, no sabíamos que vendría usted... espero comprenda.

Al entrar a mi habitación con Ricardo Rueda supe que el viaje había sido un error.

-No sé que carajos hago aquí –le dije en un arrebato de sinceridad propio de un hombre desesperado que sabe irá al paredón.

-Tranquilo, no estás solo –me dijo y se echó sobre una de las dos camas individuales del cuarto.

En cuestión de segundos Ricardo Rueda dormía profundamente en mitad de sonoros ronquidos muy quitado de al pena, a su aire, con la bendita irresponsabilidad que te dan más de 20 años a cuestas viviendo de la cultura. Por mi parte lo último que me cruzó por la cabeza fue dormir, y menos cuando abrí la carpeta que nos entregaron a todos los participantes del encuentro donde venía el cronograma de actividades.

Eutimio Estrella abriría el encuentro dando una charla de La situación actual de la creación y publicación literaria en Campeche.

Me encerré en el baño. Contemplé por unos segundos frente al espejo mi rostro de escritor nada creativo y menos publicado. Vomité de una manera penosa en el lavabo.

2

Horas antes de abordar el camión de ADO rumbo a Villahermosa me sentí nervioso cuando Eutimio Estrella me dijo que no viajaría solo. Que enviarían a otro escritor campechano.

-¿Lo conoces? –le pregunté.

-Ni idea –respondió.

Los del Instituto de Cultura de Campeche le enviaron al pobre de Eutimio Estrella su invitación al Primer encuentro de escritores del sureste Andrés Iduarte 24 horas antes del encuentro, de ahí que no tuviera tiempo de averiguar nada, menos de hacer nada, como por ejemplo, pedirle permiso a su jefe del periódico para poder ausentarse 3 días del trabajo.

3

Abordé el camión de ADO que me llevaría a Villahermosa. En el Instituto de Cultura me dijeron que viajaría con Ricardo Rueda. Me dio vergüenza preguntar quién era Ricardo Rueda, aunque a esas alturas lo único que me reconfortaba era saber que no viajaría solo. O mejor dicho, me alegraba la idea de que iría al matadero acompañado. Me tocó el asiento 29. Ventanilla. Ni rastro de Ricardo Rueda. Me asusté. ¿Acaso sería el único escritor en representar a Campeche? Aquello tenía sus ventajas, al menos en el trayecto de Campeche a Villahermosa, pues podría abrir y estirar las piernas a mis anchas. El camión sólo tenía cinco pasajeros, incluyéndome. Quizás Ricardo Rueda era uno de los cuatro tripulantes desperdigado en los asientos de adelante. O mejor dicho, uno de los dos hombres que estaban hasta al frente del camión porque los otros dos pasajeros eran una señora acompañada de un niño pequeño.

El camión se detuvo en la estación de Champotón. Nadie abordó. Sentí un profundo alivio y volví a estirar mis piernas. Metros más adelante, pasando el malecón, el camión volvió a detenerse. Abrió la puerta y entraron como 40 pescadores. El más gordo y oloroso de ellos se sentó a mi lado. Me pegué lo más posible a la ventanilla para no hacer contacto con su brazo sudoroso. Fue inútil. También contener la respiración. Sin duda, el preludio de un viaje al Infierno. Pensé en mi reconfortante hamaca. ¿Qué necesidad tenía yo de estar sufriendo en un camión lleno de polizones embadurnados en escamas? Maldije primeramente a Pedro, mi potencial representante literario quien me convenció de asistir al estúpido encuentro de escritores, pues según él, elevaría mis bonos de escritor; luego blasfemé en silencio al camionero al cual sin lugar a dudas denunciaría al llegar a la estación más próxima. El camión se detuvo unos metros antes de llegar a la siguiente estación. Los polizontes marinos abandonaron el camión.

-¿Rodrigo? –me llamó por mi nombre un hombre cuarentón de cabello negro revuelto y gafas enormes. Sus jeans y su playera roja se me antojaron una indumentaria elegantísima en comparación con mi ex compañero de viaje.

No tuve que responderle al extraño. Mis ojos asustadizos delataban que en efecto, yo era Rodrigo.

-Ricardo Rueda, mucho gusto –me dijo el hombre cuarentón estrechando mi mano y luego sentándose en el asiento junto al mío. Me platicó que se quedó dormido en uno de los asientos de adelante, grave error porque siempre suben a polizontes a los camiones y pudieron robarle la cartera.

Parecía un buen tipo, amable y nada pretencioso, en pocas palabras, no parecía escritor.

-Soy fotógrafo –me dijo cuando le pregunté qué género literario escribía-. Aunque me defiendo en todo. Escribo un poco de esto y un poco de aquello.

Al verme ante este panorama lleno de honestidad por parte del otro participante campechano, decidí aventurarme a platicarle mi situación, es decir, que por accidente estaba yendo a un encuentro de escritores al cual ni remotamente pertenecía. Para mi sorpresa, Ricardo Rueda me dijo que estaba al tanto de ello. Resultó ser que trabajaba en el Instituto de Cultura de Campeche, me dijo, casi en susurros, como si hubiese micrófonos escondidos en el camión, que eventualidades como la mía eran el pan de cada día dentro del Instituto. Me explicó los motivos: siempre se traspapelaban las invitaciones a eventos de escritores o el director de cultura nunca estaba en su oficina por estar “trabajando” (Ricardo hizo comillas con los dedos) o la secretaria se la pasaba en desayunos interminables y nunca atendía el teléfono para recibir las llamadas de otros institutos de cultura, etcétera.

-Así es la cultura en este país –sentenció Ricardo Rueda-. Te lo dice alguien que ha trabajado en otros Institutos de Cultura.

Para mi asombro, pobre estúpido de mí, Ricardo Rueda tampoco era campechano. Era de Oaxaca. Llevaba dos sexenios en Campeche. Su confesión me hizo descubrir que quienes se dirigían al Primer encuentro de escritores del sureste Andrés Iduarte no eran ni más ni menos que dos farsantes, dos impostores, un par de sinvergüenzas que representarían la literatura de una ciudad a la que no pertenecían.

-La verdad es que yo tampoco soy campechano –dije desembarazándome de una pesada carga.

-¿Me lo juras?

-Te lo juro.

-Te juro que no me había dado cuenta –dijo y se echó a reír.

Me ruboricé. Era obvio que yo no era campechano. En Campeche todos los que recién me conocían me hacían broma por mi exagerado acento yucateco.

-Ahora yo te voy a decir un secreto… –me dijo Ricardo Rueda con aire misterioso-. Yo no soy Ricardo Rueda.

4

Papá siempre dijo que Villahermosa era la ciudad de la mentira.

-Ni es villa, ni es hermosa -decía y se echaba a reír él solito.

Un pésimo chiste con el que, no me pregunten motivo, causa o razón, los nervios son traicioneros, decidí abrir mi charla de La situación actual de la creación y publicación literaria en Campeche frente a un auditorio insospechadamente lleno de gente influyente.

Silencio absoluto.

La esposa del Presidente Municipal me dirigió una mirada virulenta. El resto del auditorio me miró horrorizado. Ricardo Rueda dejó de tomar fotos en los pasillos del teatro y me hizo un ademán de que sonriera y que dijera lo primero que se me viniera a la mente, o al menos así interpreté su ademán y me puse a decir una retahíla de mentiras en la ciudad de la mentira.

5

Por un instante pensé que se trataban de mis nervios. La mesa empezó a chicolearse de un lado a otro. Las botellas de agua que estaban sobre la mesa se cayeron al suelo. Las edecanes se pegaron a la pared con la mirada aterrorizada y supe que mis nervios no eran tan fuertes como para zamarrear las butacas del teatro entero.

-¡Reputísima madre, está temblando! -dijo un aterrado escritor a un lado mío, comentario del que aprendí dos cosas nuevas del mundo literario: que yo no era el único que ignoraba que temblaba en Villahermosa y que ser culto no te exime de escupir sapos y culebras de vez en cuando.

Pasó el temblor.

Una atronadora caravana de aplausos envolvió el recinto. Nunca supe si los aplausos fueron un reconocimiento a mi discurso de media hora o una forma de agradecerle a Dios que el techo del teatro no se viniera abajo sobre nuestras cabezas.

6

Hernán Hernández. Capitalino hasta la médula. Aparentaba ser un hombre de veintitantos años: vestía, gesticulaba y hablaba como un veinteañero aunque en realidad tuviese más de cuarenta. Pintaba algunas canas que se perdían en su cabellera revuelta, castaña y escrupulosamente despeinada.

-¿Ha sido verdad todo lo que dijiste antes del temblor? –me preguntó y detuvo su cerveza en el aire antes de animarse a sorberla.

-La más absoluta de las verdades jamás dicha –respondió Ricardo Rueda por mí, que curiosamente horas atrás me había confesado no ser Ricardo Rueda-. Te lo juro por mi vida.

Hernán Hernández no me quitó la mirada de encima. Su mirada era una mirada cómplice de quien mira y nunca delata al sujeto que avienta la piedra y esconde la mano.

-¿De dónde saliste, querido amigo? –preguntó Hernán, pero en realidad se lo estaba preguntando a sí mismo.

-De Campeche –respondí a la desesperada porque soy un tonto.

Hernán Hernández soltó una carcajada. Me dijo que nunca antes había escuchado de mí. Que nunca había leído nada mío. También me confesó que le sorprendía que me hubiesen invitado a un encuentro de escritores de renombre. Naturalmente, al escuchar esto, palidecí al instante. Las palmas de mis manos empezaron a sudar y presentí que de ahí en adelante todo se iría a la mierda.

-Te quiero para el siguiente número de la revista –dijo Hernán para mi sorpresa-. Quiero que escribas todo lo que dijiste sobre el escenario. Y cuando digo todo, quiero decir todo.

Intenté recuperar la compostura y le dije que no había problema, que contara conmigo para su revista, cualquiera que ésta fuese. Nos emborrachamos de lo lindo. Como un par de campeones. Al llegar dando tumbos a la habitación, Ricardo Rueda me preguntó, el semblante muy serio, si sabía con quién me acababa de emborrachar. Sin un ápice de vergüenza, actitud muy propia en lo borrachos, le respondí que ni puta idea, o más exactamente le dije lo siguiente:

-Con alguien que tiene una revista.

-No cualquier revista –me corrigió Ricardo Rueda.

Imprimir
AVISO: La Jornada no puede publicar todas las colaboraciones que se reciben. Las que contengan expresiones ofensivas, reproches de delito, datos errados, o que sean anónimas, no serán puestas en línea. Los aportes atribuidos u opiniones puestas en línea, no representan el perfil ni el pensar del diario, ni de sus anunciantes.
 
   
Inicio | Opinion | Directorio | Agenda | Revista | Video | Galería | Archivo | Comentarios | Suscríbase | Audio | GSA | Mapa del Sitio
© 2009 La Jornada. Una empresa del grupo Arévalo-Garméndez. All Rights Reserved.
Nosotros | Contáctenos | Reconocimientos | Staff | Servicios | Publicidad
Sitio Ganador Arroba de Oro 2006Sitio Ganador Arroba de Oro 2007Angel de la Comunicación: Mejor Periódico DigitalSiteUptime Web Site Monitoring Service