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ACTUALIZADo 18 de AGOSTo de 2009
Prólogos
En el remoto caso de que en vez de ser escritor hubiera decidido ser una estrella de pop rock
por Rodrigo Solís
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Prólogo No. 11: Quería inmortalizar su nombre después de muerto, tanto, que por ello se dedicó de tiempo completo, con todo su empeño y furia, a tratar de convertirse en un escritor. O mejor dicho, de que la gente al verlo en la calle o fotografiado en alguna revista o en algún periódico o pasquín lo reconociese como una persona que se ganaba la vida en el oficio de la escritura. Vertiendo sobre una hoja en blanco todas las calamidades, indignidades y vergüenzas de las cuales debía avergonzarse el ser humano.

No era un hombre creyente. De hecho, no creía en nada. Ni en Dios, ni en el Cielo, ni en el Infierno. En lo único que creía era en lo despreciable que podían ser los seres humanos. Incluso él mismo. O mejor dicho, sobre todo él mismo y sus allegados más cercanos.

De ese modo fingía ganarse la vida, contándole a sus lectores y a todo aquel que apeteciera leerlo por vez primera, los secretos más íntimos y sórdidos de su vida privada y la de sus familiares y amigos. Nunca se preocupó de llegar a herir a alguien con sus letras, todo estaba dentro del marco de la ley y de las buenas maneras de la decencia: si Jorge era homosexual, publicaba que José era homosexual; si Mariana se acostaba con medio mundo y luego se daba aires de mujer casta y pura, al día siguiente aparecía en el periódico la historia de Marina, la devota de la Virgen de Guadalupe, revolcándose como una fierecilla indomable con hombres de los cuales ni siquiera sabía el nombre.

Esa era su vida y así se la ganaba, o fingía ganársela. En resumidas cuentas se podía decir que era una persona afortunada. Y lo sabía. Pero no por ello le agradecía a Dios todas las noches antes de dormir.

-La Virgencita te va a ayudar siempre que la necesites -le decía mamá, y con la mano lo persignaba poniéndole los dedos índice y pulgar en forma de cruz sobre la boca para que los besase-. Buenas noches bebé, que sueñes con los angelitos.

De niño creía en la Virgen (en cualquiera de sus múltiples versiones y manifestaciones) fervorosa y ciegamente, cual monaguillo aventajado, porque la Virgen era una mujer, como mamá. Y mamá era una mujer buena. Lo cuidaba y lo quería más que a nada en el mundo.

-Te quiero más que a nada en el mundo -le decía antes de abandonar la habitación-. Si te pasara algo, me moriría.

Al cerrarse la puerta de la habitación y quedar todo en penumbras, se imaginaba muerto, luego, podía ver como mamá se moría al instante de verlo muerto. Por eso entrelazaba piadosamente los dedos de las manos y rezaba todas las noches sin falta para no morirse nunca, o mejor dicho, para que mamá no se muriera nunca.

Pero su día había llegado. Cerró los ojos y descubrió que había olvidado cómo rezar.

Prólogo No. 21: Su mente se difuminó como las luces del cine antes de dar inicio una función. Pensó en arrepentirse de muchas cosas, pero ni una de ellas valía la pena como para arrepentirse de verdad. Quizás de lo único que se sentía culpable era haber olvidado que moriría de aquella forma. También de que sus últimas palabras, tal vez, serían recordadas como palabras huecas y vanas.

Antes del aliento final, cruzó por su mente la posibilidad de que si en vez de haber pasado tantas horas frente al televisor hubiera dedicado más tiempo a leer (tal como mamá se lo sugirió cuando era niño), incluso hasta una frase célebre hubiese inventado, o al menos se hubiera ahorrado la vergüenza y el cinismo de asentir con la cabeza todo el tiempo cuando otros escritores le hablaban de autores y de libros que en su vida había escuchado (menos leído).

Claro que nada de esto importaba, el truco era tener cara de intelectual. Y él la tenía. Gafas y cabellera larga. Los pantalones raídos también ayudan. Igual decir:

-Genial.
-Maravilloso.
-Una gloria.

O:

-Insufrible.
-Un bodrio.
-Muy comercial.

Palabras igualmente efectivas en el caso de que estuvieran descuartizando una novela.

En su caso, ignoraba cómo habían calificado su última novela. Evitaba enterarse de la crítica, o mejor dicho, de la crítica negativa. Sólo cuando no tenía más remedio que escucharla se enteraba de ella. Y eso, porque hubiera sido muy poco ético (o creíble) fingir ceguera y/o sordera cuando el sujeto de la butaca de la décima fila que venía con el kit completo de intelectual, o sea, cabellera pulcramente despeinada, lentes de pasta ancha, camisa de manta, jeans deslavados y rotos de fábrica y chancletas (aunque no pudo verle los pies, estaba en un 99% seguro de que las traía) dijo que los personajes de su novela estaban hechos de paja, que sus emociones y sentimientos no eran reales sino más bien de personajes salidos de alguna telenovela o, en el mejor de los casos, de un sit-com de esas que tienen risas enlatadas de fondo. Todo eso lo dijo en su cara (y en la cara de todos los que llenaron el teatro) con aplomo y con una seguridad bárbara en si mismo que sólo poseen los intelectuales, sin omitir detalle alguno al aderezar, hacer énfasis y magnificar el sinfín de errores sintácticos, gramaticales y de contenido de la novela, los cuales, huelga decir, el propio autor ignoraba por completo hasta ese momento. Terminada la feroz crítica, no pudo evitar poner la cara roja como un tomate. Después maldijo mentalmente a su editor, y luego, también maldijo mentalmente al intelectual de las chancletas, a quien le dio por respuesta lo siguiente:

-Te prometo que a la salida te firmo la novela.

Nunca fallaba. Presentación tras presentación. Un chascarrillo en el momento oportuno además de salvarte el pellejo tenía la virtud de que el teatro repleto de gente rompiera en risas (risas reales, no enlatadas). Además, una de las ventajas más grandes que tiene un escritor que vende libros y llena teatros es que los listillos nunca tienen derecho a replica, lo único que pueden hacer es dibujar una mueca furibunda en el rostro cuando la linda edecán de falda corta les aparta el micrófono de enfrente para entregárselo a la mujer gorda de mediana edad que lleva la mano levantada en el aire (y entumida también) desde que la ronda de preguntas del público hacia el escritor da inicio, es decir, desde una hora atrás. Y eso era lo que precisamente agradecía de las mujeres gordas de mediana edad, que además de comprar sus libros a la par de los de Paulo Coehlo, casi nunca preguntaban algo específico. Más bien solían descoserse en halagos tal y como lo hizo la mujer gorda de mediana edad que dijo estar en total desacuerdo con el payaso disfrazado de intelectual, ya que ella sí que se había identificado por completo con la protagonista de su novela, tanto, que apostaba su vida a que existía en la vida real.

Al escuchar esta declaración, una sonrisa se dibujo en su rostro, que en realidad era el fino disfraz de una mueca de horror por la patética existencia de una lunática dispuesta a apostar su vida así como así. Así que decidió ensanchar más la sonrisa para no evidenciar su espanto, pero justo cuando sus muelas empezaban a verse a través de su boca de lo grande y falsa que era la sonrisa, descubrió que a dos lugares de donde se encontraba la gorda de mediana edad aferrada con ambas manos al micrófono como si en ellas cargara una malteada de chocolate, estaba sentada la mujer que pensó nunca más volvería a ver en su vida, dueña del mismo rostro endiabladamente angelical y la mirada de hielo que tenía el día que por culpa suya la internaron en una clínica de rehabilitación.

Prólogo No. 34: Antes de relatar el asesinato que para su desgracia le tocó interpretar en el papel protagónico de víctima es necesario agregar aspectos fundamentales en la historia. Los focos, por ejemplo. Los focos en el teatro (o de cualquier teatro) eran de cien mil voltios o alguna cifra similar con varios ceros, eso lo sabe todo aquel que ha estado alguna vez sobre el entarimado de un teatro.

Los flashes de las cámaras fotográficas también hicieron su parte. Eran tantas las lucecitas que se dispararon cuando el moderador de la mesa informó que se venía la última pregunta de la noche, que al observar por última vez la butaca donde estaba sentada aquella mujer de su pasado y encontrarla vacía pensó que su presencia había sido producto tanto de su imaginación como del calcinamiento de sus retinas.

Lo que ocurrió a continuación fue tal cual ocurre en las películas de acción de Hollywood cuando viene la escena final y todo se torna en cámara lenta para que el espectador, cómodamente sentado en su butaca con bote gigantesco de palomitas en una mano y el refresco jumbo en la otra, no pierda detalle alguno. Por desgracia, su vida lejos estaba de parecerse a las películas de Hollywood, al menos en las que el héroe de acción salva el día en un acto heroico.

Un pequeño pasillo alfombrado, cinco escalones de madera para subir al escenario y una larga mesa de dos metros de largo por treinta centímetros de diámetro cubierta con un mantel color verde aceituna donde tenía apoyados los codos, al igual que el moderador y su representante, era lo único que les separaba de las butacas ocupadas por el público.

En el remoto caso de que en vez de ser escritor hubiera decidido ser una estrella de pop rock a los que les programan sus videos musicales en MTV quizás hubiera tenido derecho al menos a un par de mastodontes de seguridad que custodiaran las escaleras del escenario para que ningún fanático tuvieran la brillante osadía de subir a abrazarle o a pedirle un autógrafo. Sin embargo, siendo escritor y tratándose por consiguiente de la presentación de un libro y no de un concierto para mozalbetes, no hubo guardias en el teatro custodiando su seguridad.

Ni siquiera porque su libro trataba sobre la vida de una adolescente flacucha como un fideo atrapada en el mundo de las drogas, cuyo novio (un ilustre escritor desconocido), en un ataque de celos al ser abandonado y cambiado por un junior repartidor de ácidos y estupefacientes, decide denunciar la adicción de la chica ante sus padres, teniendo por consecuencia que la madre de la protagonista la encerrara en una clínica de rehabilitación, de donde después de muchas vejaciones y peripecias (y capítulos) finalmente escapa para cobrar venganza apuñalando en repetidas ocasiones con un picahielo a su ex novio justo el día en que éste alcanza el éxito gracias a la publicación de una novela donde narra la vida de una drogadicta adolescente idéntica a ella; teniendo lugar el asesinato en un teatro abarrotado de espectadores que impávidos sólo alcanzan a horrorizarse ante la increíble escena, para después abalanzarse a las librerías a comprar la novela del fallecido autor hasta convertirlo en un best-seller.

Prólogo No. 40: Ocurrió tal y como lo viste decenas de veces en el YouTube desde la tranquilidad de tu hogar o en clandestinidad de tu lugar de trabajo. Los aplausos cesaron de repente y en su lugar entró un silencio ensordecedor seguido de un grito generalizado de “¡oooooooooh!”, propio de las corridas de toros cuando el torero es cogido por el pitón del toro.

Como habrás notado en la pantalla de tu computadora, puso cara de imbécil. Y no tienes por que ocultar que reíste al repetir una y cien veces el video. En efecto, puso la típica cara del imbécil sorprendido que sabe que va a morir, aunque en su defensa se puede decir que será la misma cara de imbécil que pondrás cuando un automóvil venga en sentido contrario y te atropelle al cruzar la calle o cuando resbales del tejado de tu casa al revisar el tinaco o cuando una ex novia te apuñale por la espalda con un picahielo.

No fue una muerte digna. Nadie en su sano juicio hubiera deseado ser grabado en video por las decenas de teléfonos celulares que cargaban consigo los presentes, y en vez de eso, que alguno de ellos se le hubiera ocurrido auxiliarle para que el número de puñaladas no llegara a los dos dígitos. Incluso hubo morbosos que se acercaron tanto al escenario a grabar la escena que fue precisamente gracias a estos aprendices de paparazzi que pudiste escuchar los huesos crujir cuando el punzón de acero entraba y salía dentro y fuera del cuerpo.

Crac, crac. Así sonaron los huesos.

Crac, crac. Otras dos puñaladas antes de que el representante literario chillara como una hiena asustadiza, primero levantándose y después apartándose lejos de la mesa para salvar su propio pellejo.

Crac, crac. Dos puñaladas más. Iban seis y nadie tuvo intenciones de detener las que vinieron después. Ni siquiera él, cuyos brazos los tenía engarrotados y sólo alcanzó a agitarlos torpemente cual pato herido de muerte que intenta emprender de nuevo el errante vuelo luego de un escopetazo.

Tras la segunda puñalada cayó de su silla al suelo. Tenía la espalda apoyada sobre el entarimado. A cada movimiento en su patética defensa sentía como la espalda patinaba sobre un líquido caliente y espeso. Sangre que manaba de dos agujeros que tenía en la espalda. La garganta se le cerró y le costaba respirar. Tampoco podía ver nada por las luces del techo que le cegaban. También por los flashes de las cámaras, ya que la gente empezó a tomar fotos como si estuvieran en un coliseo viendo la lucha libre.

Luego, una silueta apareció delante de él para montarlo a horcajadas. Unos cabellos largos, lacios y castaños flotaron en delgadas hebras luminosas sobre su cabeza al tiempo que dos manos empuñaban en todo lo alto un picahielo que terminó aterrizando primero en su hombro izquierdo y después en su clavícula izquierda.

Crac, crac (puñalada número tres y puñalada número cuatro).

Las puñaladas venían en oferta, al 2 x 1. De par en par. Una después de la otra, con la misma furia y con la misma saña. Así llegaron las puñaladas número cinco y número seis. Luego las puñaladas número siete y número ocho. Eran tan veloces que parecían una misma, desde luego sólo en el sentido metafórico, porque en realidad el dolor que sentía era por partida doble.

Crac, crac.

Cuando llegaron las últimas dos puñaladas (puñalada número nueve y puñalada número diez) tenía la vista completamente nublada y borrosa por las lágrimas que le empañaban los ojos.

El último crac en realidad no sonó crac, sino más bien fue un sonido seco producto del agujero que se hizo en la duela del escenario al ser atravesada con la punta del arma, no sin antes traspasarle primero el lóbulo de la oreja derecha.

Si le subes el volumen a tus bocinas (checa que sea el video que yo subí) podrás escuchar el grito de un valiente que desde las butacas traseras, cuando la victima dejó de ser agujereada como un muñeco de vudú, dijo:

-¡Alguien llame a los paramédicos!

Por desgracia en México los paramédicos pueden llegar al lugar del siniestro cuando la última gota de sangre ha abandonado el cuerpo del herido. Siendo esto del conocimiento de los presentes, no faltaron las manos voluntariosas que se dispusieron a sacar al paramédico que llevaban dentro. Enjundiosos, cargaron al moribundo para poder trasladarlo al hospital más cercano.

-¡Ahhhh! –aulló de dolor la victima.

Ante esta inesperada situación los buenos samaritanos se enfrascaron en una acalorada y nerviosa discusión.

-Arráncaselo.
-No, arráncaselo tú.
-No, no. Mejor tú.

Y así debatieron durante segundos vitales, hasta que alguien (seguramente un carnicero) decidió arrancar de un tirón el picahielo de la oreja del moribundo, no sin antes dejarse escuchar la advertencia de rigor que suele ocurrir en estos casos donde sobra el nerviosismo y la estupidez:

-Pero con cuidado, no vaya a desangrarse.

Finalmente lograron levantarlo del piso entre varias personas y lo condujeron por uno de los corredores del teatro rumbo a la salida. Al atravesar el pasillo, entre todos los rostros del público que seguían abarrotando las localidades, sentada en una de las butacas, pudo verla, muerta de la risa.

De no ser porque tenía los brazos y las manos bañadas en sangre, Valentina hubiera pasado inadvertida e inocente como el resto de la gente que no cesaban de tomar fotos desde sus celulares y cámaras fotográficas.

Prólogo No. 58: Al despertar en la mañana, frente al espejo, mientras se pasaba el rastrillo de rasurar sobre el mentón de una barba crecida, supo exactamente las palabras que tenía que decir antes de morir.

Fragmento de la novela Valentina

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