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ACTUALIZADo 5 de enero de 2009
Recuerdos navideños
"Así se avanza en la vida: Primero uno cree en Papá Noel, luego uno no cree en Papá Noel, y al final uno es Papá Noel." - Un Papá Noel
por rodrigo solìs
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1

Cuando era muy niño, la noche de navidad las pasábamos en casa de los papás de papá. Los papás de papá eran gente muy extraña. Hasta la fecha me resisto a llamarlos abuelos. Mis únicos abuelos fueron los papás de mamá. Ancianos que me dieron calor, amor, educación y todas esas cosas que le hacen a un niño sentirse orgulloso de formar parte de una familia.

La casa de los papás de papá era enorme. Tenía un jardín enorme. Una terraza enorme. Y eso es todo lo que recuerdo de esa casa enorme porque la mamá de papá no nos dejaba correr y explorar el interior de su casa tal cual como lo hacíamos mi hermano y yo en casa de nuestros abuelos.

En resumidas cuentas la casa de los papás de papá era un santuario ajeno. Un sitio extraño el cual visitábamos sólo la noche de navidad porque si decidíamos ir en otra fecha, como podía ser el Día de la Madre o el cumpleaños de alguno de los papás de papá, mamá se cansaba de tocar el timbre de la casa enorme y nadie nos abría, muy a pesar de que en su interior había mucha gente que nos observaba desde detrás de las cortinas de las ventanas.

2

Mi hermano era muy curioso y le gustaba explorar los lugares que no conocía. Sin que nadie se diera cuenta se escabullía de los adultos y se marchaba a descubrir lugares desconocidos.

-Detrás de la cocina vive una vieja de un millón de años –me dijo mi hermano en secreto.

Tiempo después mamá nos confesó que la anciana que dormía en el cuarto que estaba detrás de la cocina era la mamá de la mamá de papá.

No recuerdo haber besado nunca a esa señora. Tampoco recuerdo haber ido a su funeral. 

Una navidad mi hermano me permitió acompañarlo a una de sus expediciones. Subimos a la planta alta de la casa y descubrimos muchas puertas. Todas tenían llave. Fue una expedición breve y desangelada.

3

No recuerdo cuántas hermanas tuvo papá. Esta laguna mental la atribuyo al hecho de que a estas señoras sólo las veía una vez al año. Aunque aventurándome en calcular un número, me parece que eran como 6 ó 7. Mismas que (excepto una), lucían idénticas. Es decir, eran igualitas a los roqueros de los años ochentas. Para más referencias, a los integrantes de Twisted Sister.

Mamá hizo lo indecible para granjearse la amistad de esas señoras pintarrajeadas como payasos pero ni una de ellas (salvo una) se dignó nunca a sonreírle. Ni siquiera la menor de ellas, que dicho sea de paso, fue la madrina de bautizo de mi hermano.

Mamá atribuyó este extraño comportamiento a que ni una de ellas (salvo una) logró casarse y luego reproducirse.

Cuando llegó la hora del intercambio de regalos y todos estábamos sentados alrededor del arbolito de navidad, el hijo de tía Loraine (la única hermana de papá que logró reproducirse) apareció disfrazado con una blusa más ceñida y más pequeña que la de la chica chiquiitibum, sobre la cabeza llevaba un pañal, cubriéndole los ojos unos lentes oscuros, en los pies calzaba unos tacones rojos y en la mano sujetaba un pepino a manera de micrófono.

Al verlo bambolear las caderas, un silencio incómodo se apoderó de la casa enorme. Todos los adultos intercambiaron miradas sorprendidas y oscuras hasta que el papá de papá se aventuró a decir algo:

-Guau, miren, es Michael Jackson.

-No, abuelito –dijo el pequeño hijo de tía Loraine sacando de su error a su abuelito-. Soy Daniela Romo.

4

Al terminar la cena de navidad, mamá siempre intentaba (con poco éxito) despedirse efusivamente de su suegra, muy a pesar y a sabiendas de que la vieja bruja la aborrecía con toda su alma por ser una mujer completamente diferente a ella, o sea, por ser una jovencita blanca, refinada, de buenos modales, que siempre vestía al último alarido de la moda y que conjugaba todos los verbos sin finalizarlos con la letra "s".

-Despídanse de su abuelita –nos decía mamá a mi hermano y a mí cuando escapábamos de la casa sin despedirnos.

Invadido por el espíritu navideño señalé con el dedo índice la noche estrellada jurando haber visto a Santa Claus volar sobre el techo de la casa de los papás de papá. Mamá sonrió, me acarició los cabellos, me dijo que sí, que Santa acababa de cruzar el cielo tirando de sus renos voladores y luego agendó mentalmente una cita con el oftalmólogo que días después me diagnosticaría un caso crónico de miopía.

-Yo me voy en el auto de papá –dijo mi hermano.

-Yo también –dije secundando a mi hermano.

Papá aceptó gustoso. Mamá le hizo una mueca extraña a papá. Papá le devolvió otra mueca extraña a mamá para tranquilizarla. Mamá hizo una mueca de no estar tranquila.

Aquella navidad papá y mamá habían llegado en coches separados porque papá tuvo que pasar a la juguetería a recoger todos los regalos que le habíamos pedido a Santa Claus, mismos que metió (o creyó meter) en la cajuela de su auto.

Al abordar el coche descubrí bajo el asiento de papá un regalo al cual no pude resistir el deseo de desnudarlo de su envoltorio. Jamás olvidaré la cara de Mumm-Ra, "La Momia", mirándome desde su empaque plastilizado. Los ojos negros sin vida, la boca atascada de dientes horripilantes y el cuerpo marchito envuelto en vendas: el vivo retrato de mi abuela antes de morir. 

-Bienvenido al mundo real –dijo mi hermano con una sonrisa maliciosa.

5

Desde pequeño me pareció disparatada la lógica que utilizaba Santa Claus para realizar la repartición de sus regalos. Es decir, mamá y papá siempre me dijeron que la cantidad de regalos que uno recibía era en medida proporcional a lo bien o mal que te habías portado durante el año. Sin embargo, uno de mis vecinos que era tan bueno como pobre, cada navidad recibía un solo juguete. Bajo una maceta decorada con esferas (su familia no tenía dinero para comprar arbolito de navidad) siempre le aguardaba uno de esos luchadores de plástico de tres pesos que te ganabas como premio de consolación por jugar a las canicas en la feria; luchadores de ínfima calidad que los fabricantes no contaban con el presupuesto, tiempo o delicadeza de cortarle las rebabas sobrantes de resina en pies y manos, dando la impresión al Rayo de Jalisco, Blue Demon y el Santo (había que imaginar que eran ellos porque por lo general ni siquiera venían pintados), de tener patas del pato Donald y manos del monstruo de la Laguna Negra, aquel renacuajo que salía por sorpresa de una bañera en la película de Pepito y Chabelo contra los monstruos.

A diferencia de mi vecino, yo era un niño insoportable. Una bestia consumista e insaciable que de vez en cuando lograba ser contenido (no del todo) cuando mamá me decía que la casa estaba llena de cámaras de video desde donde los Legionarios de Cristo monitoreaban mis movimientos las 24 horas del día.

Por fortuna, los Legionarios de Cristo nunca boletinaron mis videos al Polo Norte, de lo contrario mi infancia hubiese sido miserable sin la cantidad grosera de juguetes que recibía año tras año.

Desde luego no todo fue felicidad. No hubo 25 de diciembre en el que yo llegara corriendo al árbol de navidad y no descubriera todos mis juguetes fuera de sus cajas de regalo.

-Los duendes no tuvieron tiempo de envolverlos –me decía mi hermano jugando con mis juguetes.

6

Desde la puerta de arribos internacionales del pequeño aeropuerto de la ciudad, papá llegaba cargando una maleta. Regresaba de un breve viaje de negocios a los Estados Unidos. Aprovechando que los tratados de libre comercio no eran lo que hoy día, mi hermano y yo le encargamos a papá una lista interminable de artilugios nunca antes vistos en el tercer mundo. Verle llegar aquella mañana navideña sólo podía significar una cosa: juguetes. De ahí que no fuera de sorprender que lo primero que hiciéramos antes de saludarlo fuera abalanzarnos sobre su maleta como un par de hienas hambrientas.

-¡Es una porquería! –grité rodando convulso sobre el piso del aeropuerto.

Una nave espacial que emitía epilépticas lucecitas acompañadas de un horrendo sonido intergaláctico era lo único que había dentro de la maleta de papá. En castigo pataleé como un enajenado y en cuestión de segundos un tumulto de desconocidos (tanto coterráneos como extranjeros) observaban horrorizados a un niño poseso por los seis demonios de Emily Rose.

-Tranquilo, Santa te traerá todo lo que le pidas –me dijo papá avergonzado.

Sospecho que la orgullosa paternidad de papá empezó a irse a pique desde aquella mañana.

7

Papá murió en vísperas navideñas del año 2000. Un derrame cerebral cegó su vida. Murió sin conocer a sus nietos. Sin mirar a su hija convertida en mujer. Y sin sospechar que yo escondía a un escritor debajo de la piel.

Su mamá y sus hermanas (excepto una) no asistieron a su funeral. Dijeron que su muerte fue culpa de mamá.

Cuando papá agonizaba en la cama del hospital y me permitieron verlo por última vez, quedé petrificado al observarlo conectado a una máquina. No parecía estar dormido. Tampoco muerto. Tomé con vergüenza su mano porque un par de enfermeras no me quitaban los ojos de encima. Siempre había imaginado que de estar en una situación donde hay que dar un discurso de despedida a algún ser amado, éste sería tan emotivo como los discursos que se dicen en las telenovelas.

No fue así. Lo único que pude decirle a papá fue que me perdonara por haberle dicho que era una porquería la nave intergaláctica que me regaló cuando yo era un niño.

8

Mamá fuma a escondidas. Cuando sus nietos pequeños la pillan fumando ellos se tiran de los pelos, gritan, lloran y la acusan con mi hermano.

-Te vas a morir abuelita, no fumes –le dicen con lagrimones en los ojos.

La mamá de papá murió de cáncer. Fue un día como cualquier otro. No sentí nada. No fui a su funeral.

La casa de los papás de papá ya no me parece tan grande. En las navidades es la única casa de la colonia que no tiene foquitos de navidad. Allí viven 6 ó 7 mujeres. Solas. Sin hijos. Rodeadas de decenas de gatos. Todos castrados.

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