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ACTUALIZADo 10 de JUNIo de 2009
Todo un profesional
El único sonido dentro de la chancha que se escuchaba eran los chillidos del negro
por Rodrigo Solís
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1

En la preparatoria te enseñan casi nada, pero sobre todo, cómo no hacerte responsable de tu propia vida.

Margarita, la psicóloga del colegio, una señora de cabello espantado y teñido de rubio, figura de garza vestida infaliblemente con pantalones de colores pastel, llegó a la disparatada conclusión de que yo era un muchacho idealista que siempre intentaba defender al más débil.
-Monina, tu hijo será un gran abogado –le dijo un día a mamá.

Mamá no cupo en júbilo y durante largo tiempo se le vio con una sonrisa de oreja a oreja, imaginándome en la carrera de leyes, con un título con mención honorífica y luego en un lujoso despacho impartiendo justicia, es decir, defendiendo y sacando de la cárcel a sus amiguetes políticos.

Esa no fue la primera ni la única vez que la psicóloga Margarita me metió en un aprieto. Un día se le ocurrió, como si no hubiese preparado su clase, psicoanalizar públicamente a algunos alumnos. Cuando llegó mi turno, se me quedó mirando con sus ojos de ave larguirucha, parpadeó un par de veces, y dijo:

-No entiendo cómo puedes estar soltero.

Todo el cuero cabelludo se me heló. Como si en vez de pelo tuviese un casco de hielo. Y allí no paró la humillación. Ignorando las risotadas de mis compañeros, la psicóloga (ahora que lo pienso, posiblemente infestada de barbitúricos) dijo que yo no era un adolescente cualquiera, sino el alma de un hombre viejo encerrado en el cuerpo de un adolescente, motivo que le hacía no poder comprender cómo ni una chica de la escuela daba sus huesos por mí.

-Si yo fuera estudiante, no te me escapabas vivo –sentenció con un guiño aviar.

El salón entero se fundió en una carcajada, salvo dos o tres niñas que se indignaron al tomar el comentario de la psicóloga como una postura completamente pagana, pues según la iglesia católica todas las almas debían tener la misma edad cronológica que los cuerpos que las albergaban.

Otro incidente se suscitó en el último semestre de la preparatoria, en la prueba de orientación vocacional. En ninguna de las casillas que debía llenar aparecía algo relacionado con el fútbol. Mi gran pasión. Motivo y motor en mi vida. Estaba clarísimo que ese era mi único destino. Ganar la Copa del Mundo. Sin embargo, el examen arrojó un resultado confuso. Según la psicóloga yo podía ser lo que quisiera en la vida. Sobra la aclaración que estamos hablando de un oficio que se ejerciera dentro de una oficina.

-¿Cómo qué? -pregunté alarmado.

-Pues lo que tú quieras –dijo-. ¿Qué te parece… abogado?

Francamente odiaba las leyes. Ni siquiera podía terminar de ver un sólo capítulo de las series de televisión donde aparecieran abogados sin aburrirme horrores. Ni siquiera Ally McBeal, aquella serie que veía endiosado mi hermano, protagonizada por la esposa de Harrison Ford, un esqueleto ambulante, esquizofrénico y vestido siempre en trajes y faldas cortas.

En casa manifesté mi deseo de ser futbolista profesional. Mamá casi se desploma de un desmayo. Mi hermano soltó una carcajada argumentando que era un futbolista malísimo. Papá no dijo nada y por esas cosas que tienen las amistades de cantina, un día me dijo que me presentara en el estadio Carlos Iturralde (mejor conocido como estadio Olímpico, aunque en Mérida jamás se ha llevado acabo una Olimpiada); o para ser más exactos, que él personalmente me llevaría al estadio, ya que por esos tiempos yo no sabía manejar a pesar de estar estrenándome en la mayoría de edad.

2

Los Venados de Yucatán era un equipo de segunda división. Sentenciado a esa categoría por los siglos de los siglos. Su estadio tenía una pista de atletismo alrededor de la cacha, si es que a aquella dona de terracería podía llamársele pista de atletismo. Más allá de la pista, antes de las tribunas, cual ruedo taurino había una fosa de varios metros de profundidad, trampa mortal de borrachos deshidratados. Luego venían las tribunas, que en realidad eran planchas de concreto donde bien se podían ferir o carbonizar bifes de chorizo bajo el inclemente sol de las tres de la tarde, no en balde los aficionados, valientes y masoquistas, permanecían dando saltos durante más de noventa minutos para que las suelas de sus zapatos no se derritieran como chicle cada quince días que había partido como local.

He de admitir que nunca fui aficionado a los Venados. Esto lo atribuyo a desagradables factores, entre los cuales destacan muchos. Por ejemplo, los colores del equipo: verde y amarillo. Camiseta verde y short amarillo. Un verde y un amarillo escandalosos. Colores que solo utilizarían en su vestimenta los payasos de circo, o en su defecto, cualquier selección de fútbol africana, hombres morenos con indumentarias brillantes calcinándose al sol. Otro factor era la ubicación del estadio. Para llegar a esta esperpéntica obra salida de alguna pesadilla de un pasante de arquitecto había que atravesar toda la ciudad. Traducción: ir a los barrios del sur, donde están las colonias más espeluznantes y horribles. El camino menos tortuoso era atravesando Circuito Avenidas, avenida interminable, atestada de tráfico (coches que no son más que chatarra en movimiento a vuelta de rueda), flanqueada a ambos lados de talleres mecánicos y demás negocios grasientos. Este paisaje apocalíptico y madmaxiano era partido en dos justo por en medio por un tren fantasmagórico que silbaba y crujía sobre una vía casi deshecha, cual espectro lastimero que arrastra sus cadenas dejando sordos a todos los tripulantes que se sancochaban lentamente dentro de sus vehículos.
En tercero de preparatoria a mis amigos les dio por ir a todos los partidos de los Venados. Esto se combinó con una buena temporada del equipo que se había hecho de los servicios del camerunés Emmanuel Tataw, ex mundialista y ex campeón de goleo en la primera división de Italia y México. Con el negro en la cancha ahora sí que parecíamos una selección africana hecha y derecha.
Dos sábados al mes íbamos al estadio. Para soportar el trayecto comprábamos varios six pack de cerveza que bebíamos con ferocidad. Igualmente el resto de la fanaticada que decidía ponerse en las tribunas del lado oriente del estadio. El lado oriente estaba reservado exclusivamente para la porra Ultrasol, es decir, personas mentalmente desequilibradas. Sitio donde convergía un hervidero de gente despreciable. Borrachos en su mayoría. De todos los estratos sociales. La cuestión allí era ser un bárbaro. Un barbaján. Convertirse en animales erguidos en dos patas, con las espaldas erizadas y los hocicos babeantes. Siempre dispuestos a corear y proferir las peores bajezas, ya fuera al equipo rival, al árbitro, a nuestros propios jugadores o, especialmente, a los aficionados de las tribunas de enfrente (zona de sombra o tribuna poniente) donde estaba el palco del dueño del equipo (blanco de toda serie improperios irreproducibles).

¿Por qué me sometía a ese infierno dantesco? Lo ignoro. Era un adolescente ex burgués dispuesto a experimentar los calvarios de la vida. Apiñado entre una serie de hombres olorosos y pegajosos por el sudor, intentaba ver las incidencias de los soporíferos partidos. Era inútil. Más preocupado estaba en salvaguardar mi propia vida y esquivar la lluvia de orines que volaba por los aires desde las tribunas más altas del estadio cada que un borracho quería aliviarse los riñones y/o a manera de celebración cuando el espigado negro marcaba un gol.

Se corría el rumor de que el camerunés Tataw cobraba una fortuna. Esto gracias a sus viejas glorias vividas como ex mundialista y ex estrella de la primera división. Decían que toda la venta de cerveza del estadio era destinado para pagar su sueldo. De ser así, el negro debía ser el hombre más rico de la ciudad.

3


Un señor obeso, rosado como un puerco, saludó efusivamente a papá cuando llegamos al estadio. No recuerdo de qué hablaron, yo estaba más preocupado por disimular mis nervios. El utilero colocaba unos conos naranjas fosforescente sobre el césped. De ahí en fuera no supe más. El utilero del equipo me entregó un uniforme todavía más feo que el uniforme oficial con el que jugaban los Venados. Picaba. Y con el sudor se adhería a la piel como una materia viscosa. Nacho Jiménez, el entrenador del equipo, saludó con afecto al gordo rosado y luego le dio un apretón de manos a papá. Intercambiaron unas pocas palabras. Acto seguido, Nacho, un hombre enorme, de casi dos metros de altura, el rostro descuadrado, como si hubiese sufrido un derrame cerebral o una parálisis facial en su juventud o como si hubiese visto el mismísimo Infierno en persona, me dio una palmada en la espalda y dijo que entrara a la cancha con el resto del equipo.

Entiendo que para cualquier aficionado a los Venados hubiera sido un lujo aquello, codearse (literalmente) con sus ídolos. No para mí. Más nervioso de verme de golpe y porrazo en un equipo profesional, lo que me erizaba la piel era no saberme de memoria los nombres y apodos de casi todos los integrantes del equipo local.

Como un cervatillo asustado me integré a la fila de jugadores para hacer los ejercicios de calentamiento. Nadie me presentó. Uno que otro jugador murmuró a mi alrededor, supongo preguntándose quién diablos era yo. El resto me ignoró como si no existiera. Como un don nadie. Cosa no muy alejada de la realidad. Un reportero (el único que cubría los entrenamientos del equipo) le preguntó al entrenador si era yo otro refuerzo extranjero. El entrenador bufó e hizo una mueca burlona. El reportero anotó algo en su libretita al tiempo que reía como un bobo. Admito que aquello hirió mi amor propio. Decidí darle una lección a todos. Correría como un diablo. Pasaría, remataría y cabecearía como un jugador europeo de la Premier League inglesa.

-¿De que club vienes? –me preguntó un jugador moreno en mitad de mis ensoñaciones.

Mi propia respuesta me ubicó en la realidad. Venía de una preparatoria católica de clase media cuyo equipo siempre ocupaba en la liga amateur de media tabla para abajo. Terminados los calentamientos jugamos un partido amistoso. Titulares contra suplentes. Nacho de inmediato me mandó con los suplentes, dijo querer ver cómo me desenvolvía en la cancha. Los suplentes utilizábamos unas casacas duras y rasposas como lijas. Me coloqué en la media de contención. Ignoro por qué. Toda mi vida jugué de defensa central atrasado. O adelantado, y eso, rarísimas veces. Siempre fui defensa. El último de la cancha antes del portero. Aquello fue un impulso. Quise experimentar la sensación de jugar en la media cancha. Desde luego, tirando más a labores destructivas que creativas. Ahora que lo pienso, puede que mi decisión de no jugar en una posición que supuestamente dominaba fue para evitar enfrentarme mano a mano con el negrote camerunés que jugaba en la delantera. Mi sentido común me alertó a no quedar como un pobre diablo a su lado.

Comenzó el partido, los primeros cinco minutos no toqué la bola. Me dediqué a flotar en media cancha. Y luego pasaron otros cinco minutos más y tampoco toqué la pelota. Pese a lo que creía, que los extranjeros del equipo correrían como gamos, no fue así. Tanto Bertoni como Rodríguez, los dos argentinos, y Escaloni, uruguayo, flotaban como espíritus errantes por toda la cancha. Se deslizaban lentamente por el campo. Sin ninguna prisa. Tocaban lateralmente. Toques de balón verticales, la mayoría de las veces hacia su propio campo. Luego, como si la pelota fuera una granada de tiempo, se desentendían de ella lanzándola desde su mitad de la cancha hasta nuestra área, pelotazos que siempre terminaban cortando nuestros dos defensas centrales. Un par de indios, posiblemente del bajío o quizás de la Sierra Tarahumara. Agradecí no haber dicho que jugaba como defensa central, de lo contrario, seguro que se me fracturaba el cráneo de tantos cabezazos.

Cuando hubo terminado el partido, un aburridísimo cero a cero, se podría decir que toqué dos veces el balón en todo el juego. El primero, un pase errado del equipo rival que cayó por torpeza de Bertoni en mis pies, que de inmediato me deshice tocándolo al jugador más próximo. El otro fue un balón que me entregó un compañero en un saque de banda, el cual pasé en el acto a un defensa al presentir una peligrosa sombra negra a mis espaldas. Al voltear, el camerunés caminaba en la banda contraria de la cancha como si fuese un antílope aburrido pastando en el Serengueti.

Así transcurrió la primera semana. Sin sobresaltos aparentes. Salvo que mi piel empezó a tomar un color rojo escarlata. El doctor dijo que eran síntomas de insolación. Me volví adicto a las aspirinas. Tomaba de 6 a 8 pastillas diarias para poder soportar la migraña que me atacaba bajo el inclemente sol de los entrenamientos. Pero el sol ni por asomo era un tormento equiparable a las lúgubres mazmorras de los vestidores. Terminando de entrenar, nos dirigíamos allí, y en el acto, todos se desnudaban de la forma más grotesca. Por lo general los jugadores sólo se despojaban de sus pantaloncillos como si fueran personajes animados de Hanna-Barbera. Y así, con sus partes íntimas al descubierto se sentaban abiertos de patas (con sus calcetas y zapatos de fútbol puestos) en los bancos de concreto, con sus huevotes peludos reposando en la superficie tibia.

El horror se presentó cuando me dijeron que debía ducharme. Me negué rotundamente. Dije que tenía que irme a la escuela, que no tenía tiempo para duchas. Por suerte no me insistieron. Salvo el uruguayo Escaloni, que de inmediato me arropó como a una especie de sobrino.

-Che, Ro, mirá que todos aquí tenemos la trola más chica que la del negro –dijo señalando a Tataw que estaba bajo unos chorritos de agua que apenas salían de la regadera.

Me reí con una mueca descompuesta, pero lo hice más por compromiso que por otra cosa, o mejor dicho para no dejar al descubierto mi asombro. En efecto, la verga del negro era tan larga que si llegaba caérsele el jabón al piso (un piso asqueroso, lleno de verdín), al agacharse a recogerlo corría el riesgo de dejar su kilométrica masculinidad atorada en el desagüe putrefacto.

Luego llegó la segunda y última semana de entrenamiento. Al menos para mí y para el africano. Mi situación seguía sin estar clara. No tenía idea de por qué estaba entrenando con los Venados. Papá, con una sonrisa en el rostro, orgulloso de mí, se limitaba a llevarme y traerme de los entrenamientos, sólo diciéndome que siguiera entrenando duro. Lo único que logré sacarle fue que un amigo suyo (sospecho el gordo parecido a un puerco rosa) era representante de algunos jugadores.

El partido de titulares contra suplentes seguía cero a cero, y mi promedio de toques de balón seguía siendo de dos por partido. Entonces llegó el fatídico tiro de esquina. Ese que describieron escandalosamente en todos los periódicos de la ciudad con encabezados como “Emmanuel Tataw fuera el resto de la temporada” o “Venados jugará la liguilla sin su goleador” o “Venados en graves problemas”.

Yo no tuve nada que ver. Lo juro. Sólo estuve en el lugar y momento equivocado de la cancha.

-Güero, cubre a Tataw –me dijo Ruiz, un veracruzano bastante jacarandoso que salió detrás de la portería a cambiarse los zapatos, desentendiéndose de marcar al africano.

Por mi cabeza atravesaron las escenas más terribles. El negro rematando un certero cabezazo al fondo de las redes gracias a mi deficiente marcación de niño de escuela católica y Nacho en medio de gritos echándome del estadio por incompetente. Decidí impedirlo, pegándome muy de cerca a él. Aunque no mucho, apestaba agrio. Luego recordé su verga interminable, así que me coloqué a sus espaldas, dándole toda posibilidad para que rematara justo como había imaginado. Rodríguez cobró el tiro de esquina por la banda derecha. Un centro elevado y suave, por fortuna, pensé al ver aquella pelota flotar como un globo perezoso y errante, y más al oír el grito de nuestro portero que decía, mía, y ver de reojo cómo brincaba justo delante del negro y de mí. Ambos (Tataw y yo) habíamos brincado, creo, por compromiso, para que se viera que no dejábamos por perdido ningún balón. Entonces ocurrió la desgracia. El portero ya con el balón en su poder, en vez de despejar rápidamente para tomar a nuestros rivales en contragolpe, agitó desesperado la mano llamando al doctor del equipo. Éste, un hombre rechoncho y de bigotito como Mario Bros, atravesó la cancha con dificultad cargando un botiquín.

Tataw se sujetaba la rodilla derecha con ambas manos, retorciéndose de dolor.
-¿Qué pasó? –me preguntó un jugador del equipo de los titulares.

-No sé, no vi –dije sorprendido, viendo como todos se me quedaban mirando como si fuese yo el culpable de la tragedia.

El ambiente se enrareció. El único sonido dentro de la chancha que se escuchaba eran los chillidos del negro. Se lo llevaron en una camilla a los vestidores. El entrenador dijo que no pasaba nada, que siguiera el partido, pero era evidente que sí pasaba algo, su rostro se transfiguró (aún un poco más) y sus ojos negros presagiaban lo peor. El resto del partido siguió sin incidencias. De hecho todos seguimos jugando pero en realidad nuestras cabezas estaban rememorando una y otra vez las muecas de dolor Tataw. Sobre todo yo, que no sé porqué pero me sentía el directo responsable de su lesión, muy a pesar de que no lo había tocado siquiera. Pero la forma en que me miraba el entrenador y otros jugadores me convertía sin duda alguna en el chivo expiatorio.

Terminado el partido, todos nos fuimos a los vestidores, como siempre. Emmanuel Tataw no estaba. Nos dijeron que se lo habían llevado al hospital a hacerle unas resonancias magnéticas a su rodilla.

Al día siguiente, apareció la fatídica noticia en los periódicos que seguramente más de un aficionado a los Venados recuerda con desazón. Al llegar al entrenamiento, Nacho Jiménez me llamó y me dijo que no era necesario que me cambiara. Dijo que me esperaba para el próximo torneo. Desde el inicio. Ahora no veía caso que siguiera entrenando pues los registros de jugadores estaban cerrados desde hacía un par de meses. Palmoteó mi espalda, y eso fue todo. Así terminó mi experiencia como jugador en un equipo profesional.

No regresé al siguiente torneo. Ese mismo año, los Venados, sin el africano, se fueron a pique y los eliminaron en la primera ronda de la liguilla. Decepcionado, el dueño del equipo vendió el club a una ciudad del norte del país.

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