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ACTUALIZADo 29 de SEPTIEMBRE de 2009
El hermano incómodo
Blanco de la prensa amarillista e insidiosa
por Rodrigo Solís
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1

Ocurrió lo inevitable, lo que todos sabíamos, lo que presagiábamos desde que Bicho se graduó de la espigada, tímida y superdesarrollada niñez para transformarse en una adolescente de belleza griega, clásica, radiante como mil soles.

Ernesto Laguardia, galán de moda en mi infancia, reducido en la actualidad a comadrear en programas vespertinos rodeado de mujeres voluptuosas y escandalosas como urracas, muy emocionado y parado sobre un taburete de madera para camuflar su diminuta estampa, dijo el nombre y los dos apellidos de Bicho. No mentiré, la escena fue surrealista. Todo se puso en cámara lenta: el corazón me dio un vuelco y puse más empeño en contener las lágrimas que traicioneras intentaban cabalgar fuera de mis lagrimales que en sumarme a los aplausos, vítores y gritos de los más de dos mil quinientos enardecidos fanáticos de la belleza que colmaron el Centro de Convenciones Siglo XXI para presenciar el concurso de Nuestra Belleza México 2009.

Fue un impulso, un reflejo, el código genético que todo hombre que se de a respetar trae debajo de la piel. Mi hermano y todos mis primos (hombres confesos heterosexuales) aplaudimos sembrados en nuestros asientos, los traseros enraizados a la silla, impávidos, decididos a no mezclarnos a participar en aquél carnaval de alegría, hasta que Bicho caminó hacia el ala este del escenario con la corona en la cabeza y nos regaló una sonrisa llena de dientes, desarmándonos, obligándonos a dejar de ser hombres muy dignos, machos y solidarios con mi cuñado, que abatido se cubría el rostro con ambas manos presagiando el vuelo alto, lejano y sin retorno del amor de su vida, la niña de los brazos de basquetbolista que amó en secreto desde que él era un niño.

Eso fue lo que ocurrió, tal cual, y me ha costado varios días (una semana redonda, completa) escribir aunque sea una coma sobre el asunto. Quizás no es la narración o descripción que esperaba plasmar en una hoja, pero es lo que hay. Ni más, ni menos. El momento justo en que la mujer más bella de la casa pasó a ser la más bella del país (con el perdón de Jimena, que me hace babear como un mongol cuando la tengo delante).

2

En una pequeña sala de juntas del hotel más lujoso de la ciudad, Lupita Jones nos dice a mamá y a mí que de ahora en adelante también somos famosos. Celebridades. Blanco de la prensa amarillista e insidiosa.

-Mucho cuidado con las declaraciones que hagan sobre Anabel –dice, la espalda erguida, llena de músculos, músculos que envidio luego de matarme por más de una década en diversos gimnasios sin resultado alguno.

Mamá asiente, confiada, sabe que es una dama incapaz de declarar algo en prejuicio de su hija, luego, como si despertara de un hermoso sueño, repara en mi presencia, se le nubla la mirada, se muerde el labio inferior, intenta decir, advertir algo, pero calla.

-¿Alguna duda o pregunta? –dice Lupita.

Nadie dice nada. Bicho ladea la cabeza, me mira con ternura. Tiene una sonrisa indeleble en los labios. Sonrisa confortable, sanadora, regalo de los dioses para iluminar los días.

Los papás de Jimena se animan a preguntar algo. Lupita Jones y su asistente Ivonne responden con profesionalismo. Palabras tranquilizadoras. Los señores se sienten más seguros y felices de saber que su hija vivirá en una bonita casa en un bonito barrio del DF con una bonita compañera y amiga, es decir, Bicho. Observo a Jimena. Quedo idiotizado ante su belleza, pero igualmente sorprendido de su fragilidad de niña cuando sus papás le acarician un brazo. Nuestra Belleza México no es más una Reina presa de miradas tanto lascivas como de admiración, portento de mujer que bamboleaba las caderas hace unas pocas horas en traje de baño con seguridad de amazona, sino una chica frágil tratando de hacerse a la idea de que su vida ha girado 180 grados. Por eso se sonroja al percatarse de que la observo de un modo intenso y cariñoso.

Bicho me manda un beso volado. Descubro que yo mismo sigo sin asimilar del todo la situación. Me siento un intruso en la sala. ¿Qué hago allí, rodeado de tanta belleza? En un principio me resistí a entrar al salón, pero Bicho insistió en que debía estar presente en la firma del contrato que la acreditaba oficialmente como Nuestra Belleza Mundo México.

-¿Segura que puede entrar tu hermano? –dijo mamá, insegura, pero con muchas ganas de que Lupita Jones me cerrara las puertas en las narices.

-Faltaba más –dijo Bicho, tirando de mi brazo para meterme a la sala-, es como mi papá.

Sus palabras fueron un gancho al hígado, me doblaron las piernas. Mi único consejo desde siempre ha sido el que mi hermana desistiera de ser una Reina de Belleza, convencerla de que la belleza es efímera y lo único seguro, lo que en verdad prevalece, es la inteligencia, que los concursos de belleza no son muy distintos de las ferias ganaderas donde se expone y califica a las reses. Valiente hermano. Menudo guía espiritual. No en balde días antes del concurso, mamá no dudó en declarar en una entrevista exclusiva al periódico del que me corrieron hace unos meses de su sección editorial por falta de talento y/o porque nadie me leía, que yo no apoyaba a mi hermana. Incluso mamá prefirió salir retratada con el perro de la casa que conmigo.

-Te quiero mucho –me dice Bicho y firma el contrato.

Entonces recuerdo años no muy lejanos. Bicho parada todos los fines de semana delante de coches último modelo y/o cualquier producto recién salido al mercado, sonriente, los pies llenos de callos, ampollas, hinchados, amoratados, sangrantes. Bicho parada entre semana en conferencias, ferias ganaderas, expos, convenciones, centros comerciales, con la misma ancha sonrisa, estoica, soportando miradas ardorosas y proposiciones indecorosas tanto de viejos rabo verde como de jovencitos calenturientos. Bicho quemándose las pestañas delante de libros de biología, venciendo el sueño luego de extenuantes horas de trabajo, de ser un maniquí humano tras los aparadores de tiendas modernas, decidida a ser el mejor promedio del salón de clase. Bicho sudando sangre en el gimnasio, comiendo vegetales. Bicho capoteando con elegancia de torero a cierto proxeneta dueño de una agencia de modelos que se atrevió a sugerirle que acompañara a cenar a un hombre de dinero en un hotel lujoso de la ciudad. Bicho con los ojos hinchados, enrojecidos, hablando noches enteras sin obtener respuesta de ese señor que le decía “mi princesita” y un día cayó fulminado por un derrame cerebral. Bicho sonriendo e hipnotizando al director de la universidad semestre tras semestre para que la mantuvieran becada en esa escuela impagable donde mantenía las notas más altas. Bicho aferrada, constante e infatigable en sus clases de teatro. Bicho yendo de pasarela en pasarela sin cobrar un quinto. Bicho perfeccionando su inglés en la madrugada. Bicho durmiendo sobre las tapas de los libros de mis autores favoritos, rendida, exhausta.

-Sólo tengo una cosa que decir –digo, rompiendo el silencio.

De inmediato reparo en mi error. Todas las miradas se dirigen a mi humanidad. Incluso el mesero, diligente y servicial caballero que no para de servirnos panecillos y jugos de frutas, para oreja. Pienso en un discurso inteligente, sagaz. Algo que pueda redimirme del error que cometí durante tanto tiempo. Explicar en palabras breves y concisas que la explotación e idolatración de la belleza no es tan mala, o no tan diferente del fanatismo de masas que generan 22 hombres en short y calcetas cuando entran a una cancha de fútbol.

-¿Tienes alguna duda del trabajo que va a desempeñar Anabel? –pregunta Lupita Jones al ver el titánico esfuerzo que me cuesta abrir la boca de nuevo.

-Ninguna –digo-. Sólo quiero decir que este trabajo es como cualquier otro.

Lupita Jones arquea la ceja. Bicho sonríe. Mamá espera lo peor.

-Digo, bueno, no como cualquier trabajo –empiezo a hundirme en un mar de ideas confusas, vagas-. Lo que quiero decir es que tanto Bicho como Jimena son privilegiadas. Sólo en un partido de fútbol había visto tanta excitación en el público.

-Definitivo –dice Lupita Jones-. Para serles honesta nunca antes en la historia de Nuestra Belleza México la anfitriona había sido coronada.

-Sí, sí, se me puso chinita la piel –interviene Ivonne, la asistente.

Mamá sonríe. Me frota el antebrazo. Al parecer mi analogía del fútbol y los certámenes de belleza no fue tan catastrófico y descabellado como podía pensarse. Incluso Lupita Jones se emociona y relata con sus propias palabras el momento exacto en que el público brincó de sus asientos al escuchar el nombre de Bicho como si Cuauhtémoc Blanco hubiera metido un gol en el Estadio Azteca.

-Los yucatecos son gente muy apasionada; maravillosos anfitriones –confiesa-. Jamás había visto tanta emoción en la gente.

-Yo tampoco –me animo a decir, contagiado de la emoción de Lupita, y para mi desgracia, rectifico y agrego lo siguiente-: bueno, en realidad sí, recuerdo que cuando ganaste Miss Universo grité y brinqué sobre mi cama como un loco.

-¿En verdad? –dice Lupita, verdaderamente emocionada.

-¡Sí, en verdad! –digo, poniéndome de pie, en el punto más álgido de mi excitación- bueno, claro que hace casi veinte años, era solo niño.

Mamá se cubre el rostro con la mano. Bicho sonríe nerviosa. Jimena y sus papás quedan pasmados. Ivonne abre la boca, estupefacta. El diligente mesero derrama la jarra de jugo.

Lupita Jones se levanta de su asiento y da por terminada la reunión.

-Nos vemos en el aeropuerto a las seis –dice antes de abandonar la sala.

Es oficial, no volveré a ver a mi hermana en una buena temporada.

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