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actualizado 17 de septiembre 2010

El despertar del águila (I Parte)
Los más arriesgados desafíos a los que podemos enfrentarnos no consisten en probar nuestra capacidad de resistencia
Por José María Jiménez Ruiz

Probablemente sea la innata inclinación a la aventura del hombre lo que haya constituido uno de los principales acicates para el avance de las comunidades y uno de los más poderosos mo tores del progreso humano. Porque sólo cuando se asumen riesgos es posible el crecimiento, sólo quienes no retroceden ante lo desconocido pro gresan, únicamente cuando uno no queda parali zado por el temor al error puede descubrir peque ñas parcelas de verdad. Sólo quien supera sus temores y no se deja vencer por sus fantasmas acaba conquistando espacios de libertad.

Los más arriesgados desafíos a los que po demos enfrentarnos no consisten en probar nuestra capa cidad de resistencia. Hay otro tipo de re tos que tienen que ver con la ambición de superar nos a nosotros mismos y liberarnos de los corsés que nos constriñen y no nos permiten traspasar los lindes que nos hemos auto impuesto.

Los límites nos proporcionan seguri dades, nos instalan en un ámbito de certezas en tre las que nos movemos con confianza y como didad. Pero también, en nuestra intimidad, brota un impulso que nos empuja a explorar caminos no trillados y a ale jarnos de refugios tranquilizadores. Porque sin una ración de audacia y una dosis de atrevimiento no hay posibilidad de realización personal y de crecimiento humano.

El desafío más defi nitivo al que todo hombre o mujer deben enfren tarse tiene que ver con su capacidad de respuesta a esa llamada que le invita a perseguir la plenitud y su hambre de infinito. Por encima de las pequeñas ambiciones, el hombre no puede vivir dando la espalda a su natural tendencia hacia algo que le sobrepasa y que vislumbra y ambiciona. El ser humano es proyecto hacia un horizonte jamás definitivamente alcanzado.

La satisfacción de los de seos más triviales jamás ha logrado saciar nues tra sed de absoluto, nuestros anhelos de infinitud. Perseguir la felicidad por las sendas del poder, la riqueza, el reconocimiento social o el consumo de sustancias que pueden transportar momen táneamente a efímeros paraísos, nos condena al vacío existencial y a la más absoluta frustración. Lo que llena de inquie tud el alma humana es la pasión por entenderse a sí mismo, por descubrir la misión que cada uno tenemos en la vida, por descifrar su sentido y seguirlo con fidelidad y honestidad. Como nos recuerda Viktor Frankl lo que toda persona quiere no es la felicidad en sí, la felicidad a cualquier precio, sino un fundamento para ser feliz.

Se trataría de encontrar los “porqués” fundamen tales de la vida y comprometerse con ellos reco nociéndose en el horizonte de valores que consti tuyen el proyecto que realizar. Toda per sona tiene una vocación más rica que la de acomodarse en la bu taca del gran teatro del mundo para contemplar el transcurrir de una vida huérfana de alicientes. Su destino es actuar de acuerdo a su dignidad, el de ser protagonista de la misión que tiene como guión el compromiso con el propio desarrollo y la disposición a trabajar en el crecimiento personal. Quienes acaban sucumbiendo a la tentación de la mediocridad se convierten en seres ajenos a su más genuina personalidad.

Cuéntase que un aldeano encontró una desvalida cría de águila. Su estado era deplorable y sólo el encuentro con aquel hombre le salvó de una muerte segura. Conmovido, la recogió del suelo, la metió en su zurrón y se la llevó a casa para salvarla. Al cabo de algún tiempo, el aguilucho recuperó su vitalidad y ya había des aparecido el peligro.

Sucedió que aquel hombre al que le de bía la vida, pensó que no era una mala idea criarlo en el corral junto a sus gallinas. Y aquel polluelo de águila real se habituó a una vida que nada tenía que ver con su auténtica naturaleza: escarbaba en el estiércol, agitaba sus alas sin ensayar ningún tipo de vuelo, picoteaba por acá y por allá, se peleaba con las gallinas por un gusano o un insecto e, incluso aprendió a cacarear y a piar como cacarean y pían las gallinas.

Pasado el tiempo aquel pollito enclenque y mo ribundo creció y adquirió la prestancia de un águila real. El problema era que no lo sabía. Después de tanto tiempo en el co rral había llegado a convencerse de que ella era, simplemente, una más de las gallinas con las que convivía...

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