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actualizado 16 de junio 2011

 

El crimen de Ana Fabricia
Ya la memoria se confunde, o se acaba
Por Reinaldo Spitaletta
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“Tantas veces me mataron y tantas veces me morí”, dice una canción de María Elena Walsh. Y para el caso, cuántas veces hemos asistido al drama de las víctimas del conflicto armado en Colombia (el mismo que Uribe y sus secuaces dijeron que no existía), de los muertos que vos matáis y que, para desgracia de sus parientes y otros dolientes, están bien muertos y sus crímenes impunes. Acaba de pasar, por ejemplo, con la señora Ana Fabricia Córdoba, asesinada en Medellín.

Ya la memoria se confunde, o se acaba. Las víctimas crecen, en un país multitudinario en víctimas y en barbarie. Ya uno no sabe cuándo fue que mataron a doña Yolanda Izquierdo (¿se acuerdan?), líder de desplazados de Montería, que testificó contra Salvatore Mancuso, que estuvo en audiencias en Medellín, que clamó contra los verdugos y que la asesinaron porque pretendía la recuperación de tierras que habían sido usurpadas por los paramilitares.

Ya uno no sabe cuándo mataron al profesor Alfredo Correa de Andreis, al que señalaron de ser de “las Far” y, en una alianza criminal entre miembros del DAS y el paramilitarismo, lo asesinaron. Tantas han sido las víctimas de la violencia y del despojo en Colombia, que la historia no alcanza a nombrarlas. ¿Quién recordará las masacres de Punta Coquitos, La Negra, Honduras, La Chinita, la de La Mejor Esquina, la de El Aro, la de Mapiripán y un sangriento y extenso etcétera? ¿Quién se acordará de tantos muertos y desaparecidos?

“Tantas veces me borraron, tantas desaparecí”, sigue la canción, tan apropiada para un escenario de crímenes como es Colombia, en el cual los paramilitares se quedaron con más de cinco millones de hectáreas producto del desplazamiento, las extorsiones, los asesinatos, las intimidaciones. Sí, tenemos un récord de infamia: más de cuatro millones de desplazados, que convierten al país en el segundo en el orbe en ese nefasto rubro.

Y en este punto, hay que volver a Ana Fabricia Córdoba, que llegó a Medellín huyendo de las balas y los desafueros, en 2001. Venía de Urabá, donde le habían matado a su esposo y a nueve familiares más, quitado la tierra y amenazado a sus hijos. Y a ella misma. Llegó, como tantos, que creyeron encontrar en Medellín un cielo, sin saber que llegaban a otro infierno.

Trasegó por la Comuna 13 y luego se mudó al barrio La Cruz. Sus hijos vendían dulces, lavaban carros, intentaban sobrevivir en medio de miserias sin cuento y exclusiones a granel. Ana Fabricia, que tenía dotes de líder, comenzó a hablar duro, porque les tocaron a sus hijos: a uno lo mataron, a otro lo desaparecieron. Responsabilizó del crimen a policías, con nombre propio, con placas y todo. Como dijeron sus vecinas: “A las víctimas no les creen en este país”. En efecto, les creen más a los victimarios, que gozan de impunidad o de cárceles de cinco estrellas.

La amenazaron, persiguieron, hostigaron. Y ella denunciaba, pero las autoridades poco o ningún caso hicieron. De nuevo: aquí se protege al verdugo, no a la víctima. Ana Fabricia convocaba a los otros a no callar, a defender sus derechos en el país donde los derechos humanos se vulneran cada día. Al liderar movimientos de víctimas, de desplazados, de desterrados, andaba por la cuerda floja, en una ciudad que, como dijo una vecina suya, “quiere tapar la realidad con estadísticas”.

La semana pasada, al aprobarse la Ley de Víctimas, que en rigor parece redactada en buena parte por los victimarios, el crimen de Ana Fabricia se tornó en reto para la misma ley. Una perturbadora caricatura de Osuna retrata la situación: “Fabricia Córdoba: nueva primera víctima”. Los últimos meses, Ana Fabricia vivía de pieza en pieza, de hotel en hotel, intentando protegerse de los asesinos. Denunció la persecución. No le pararon bolas ni en procuraduría, ni en fiscalía, ni en la alcaldía. Los sicarios la “cazaron” en un bus.

A cuántas Anas Fabricias siguen matando en Colombia, un país sin verdad ni reparación. Sin justicia social. Y lleno de victimarios que se ríen de sus “pilatunas” y gozan de cabal impunidad.
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