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actualizado 22 de junio 2011

 

A veinte años del Apartheid
Se supone que hoy en día deberíamos celebrar que la discriminación quedó en el pasado
Por Ignacio Pareja Amador
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La semana pasada se conmemoraron veinte años del final del Apartheid (17 de junio de 1991), una política de segregación racial implantada en Sudáfrica, que fue combatida álgidamente por Nelson Mandela, quien gracias a esta importante empresa obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1993 junto con el ex presidente sudafricano Frederik De Klerk, el último eslabón de la política del Apartheid y quien posibilitó los cambios para que las leyes discriminatorias fueran derogadas.

Mandela siendo un personaje vanguardista, fue en su momento un ciudadano que peleó contra la discriminación racial; un hombre a favor del orgullo africano, que no dudo en tomar las armas y organizar a un sector de la población para levantarse en contra de un régimen que mantenía la segregación como una “estrategia de desarrollo”, bajo la lógica de que los de “color” eran ciudadanos de segunda clase con distintos derechos, obligaciones y por lo tanto con menos privilegios.

Han pasado apenas dos décadas del fin de aquella escandalosa política y pareciera que el mundo se ha transformado. Sí lo hizo en términos de los valores y derechos de los que casi todos los países del mundo se dicen seguidores y defensores, pero en la práctica, la garantía de igualdad no es más que una bandera política, una pantalla que nos muestra lo que queremos ver, pero que deja de ser un anhelo en la realidad, pues aun hoy en día, el racismo y la segregación causada por el origen de las personas, no sólo siguen inminentes, incluso han aumentado, transformándose de una discriminación por el color de la piel, a una basada en la pertenencia a la tierra.

Racismo significa exacerbar el sentimiento de raza de un pueblo o una etnia, es creer que por tener cierto color de piel o por pertenecer a cierta nación se es superior a los demás. Este sentimiento de pertenencia radical obstruye el desarrollo igual y equitativo de la sociedad, evita que seamos tratados con las garantías que todo ser humano debe tener por derecho. Incluso podríamos extrapolar el termino más allá de una cuestión meramente de razas, a una de discriminación en general, lo que podríamos nombrar como un racismo moderno, donde si bien es cierto existe un consenso en los Estados para hacer valer derechos y garantías inalienables en nuestra especie (La Declaración Universal de los Derechos Humanos) también lo es que la discriminación por motivos de origen, o sea por la nacionalidad, hoy en día tiene un auge sin precedentes, y responde a principalmente a las diferencias en materia de progreso económico entre los países del mundo.

Contrariamente a los pronósticos de lo que muchos estudiosos de la globalización pensaban, en esta época de avances e interconexiones parece que no llegaremos al objetivo de la aldea global, sino que por el contrario, el hecho de que se acorten las distancias y podamos conocer nuevos horizontes, nos ha arraigado de una manera extrema a nuestras regiones y naciones, despertando un sentimiento de pertenencia, que más que beneficiarnos en términos de congruencias y consensos, nos conmina a erigir normas y leyes que restringen por diferentes medios “que otras personas distintas a nosotros” compartan los beneficios y bondades de la tierra que habitamos.

Algunos grupos humanos que siempre han sido muy selectos en sus miembros han reforzado sus canales para impedir que los de distinto origen o credo ingresen a sus filas, las naciones desarrolladas implementan más y mejores candados, tanto directos como indirectos para evitar la migración masiva.

Uno de los ejemplos más claros es la fase de tránsito que tienen que vivir los migrantes sudamericanos, centroamericanos y mexicanos hacia los EE.UU., donde no sólo existen estrictos medios legales y logísticos para evitar que se permeen sus fronteras, sino que se suma al proceso el aspecto de la inseguridad, donde sólo la suerte puede definir el destino de quienes, independientemente del color de su piel, buscan la superación más allá de sus fronteras, pero que deben enfrentarse al peligro de transitar en “zonas en disputa” entre el crimen organizado, sus distintas bandas delictivas y el gobierno mexicano.

Se supone que hoy en día deberíamos celebrar que la discriminación quedó en el pasado. Sin embargo, la distinción por el color de piel (que sigue permanente) ha sufrido una transformación que tiene que ver más por los credos y el origen nacional, que se ha visto reforzada por las diferencias económicas que aumentan día con día, por razones de nacionalidad, de nacimiento, por tantas cuestiones banales, carentes de valor que deberíamos dejar en el pasado. El racismo moderno no sólo incumbe a la discriminación por el color de piel, sino que corresponde a todas aquellas razones por las que los hombres no se respetan como iguales.

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