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actualizado 9 de mayo 2011

Cuando el FONCA nos alcanza: día uno
La Biblia tenía razón: polvo somos y en polvo nos convertiremos
Por Rodrigo Solís

El avión hace contacto con la pista de aterrizaje y la piel se me pone rasposa, escamosa, reseca, espolvoreada de una fina capa arena. La Biblia tenía razón: polvo somos y en polvo nos convertiremos. Los labios se me cuartean: son dos páramos de tierra agrietados. Sabía que no debí abandonar mi cuarto, menos mi ciudad. Una locura alejarme del nivel del mar.

-Doscientos cuarenta pesos, joven –dice el taxista. No llevo ni media hora en el DF y ya me han atracado. Soy un provinciano asustadizo. Ermitaño. Nada más pisar el aeropuerto internacional de la ciudad de México, aterrorizado, me dejé guiar hacia una camioneta Suburban por los mercachifles enfundados en trajes sastre que me gritaban <<sígame joven, sígame>>.

-Quédese con el cambio –digo, disimulando el pánico que siento, emulando a las películas y series de televisión gringas cuando los actores entregan billetes al chofer, en mi caso, un billete de doscientos pesos y uno de cincuenta. El conductor me agradece, baja mis maletas de la cajuela. Yo le agradezco en silencio que me haya llevado sano y salvo hasta el hotel donde me han reservado una habitación para pernoctar antes de partir a la ciudad de San Luis Potosí, sede del primer encuentro de intelectuales, en vez de amordazarme, encajuelarme, darme una buena paliza y sacarme todos los órganos y venderlos en el mercado de Tepito.

Sobre la calle Río Lerma, en la colonia Cuauhtémoc, un par de jóvenes de bigotitos y barbas ralas se bajan de un microbús y arrastran unas maletas con rueditas, ambos llevan sobre la cabeza sombreros de fieltro como si fueran parte del elenco de la serie televisiva Mad Men. No me lo tienen que decir, son poetas. Y a juzgar por la mirada desdeñosa que me restriegan sin disimulo, me odian: ¿Quién se ha creído este provinciano para llegar en camioneta, Paris Hilton?

-Su compañero de habitación está arriba –dice el recepcionista y me entrega la tarjeta de mi cuarto-. Habitación trescientos ocho.
-Gracias –digo y me sorprende ver a un gordinflón vestido de pingüino a mis espaldas.
-Caballero, le llevo sus maletas –dice. No es una pregunta.
Qué remedio, pienso. Atravieso el pequeño lobby del hotel donde muchas gafas de pasta ancha escrutan mi andar acartonado, escoltado por la servil ave regordeta.

El pingüino abre la puerta. -Servido, caballero –dice. Reviso mis bolsillos. No logro palpar ni una sola moneda. Sabía que no debí dejarle propina al taxista del camionetón. Abro la cartera: rezo para que aparezca al menos un Benito Juárez. No hay suerte. Me saluda un Moctezuma y dos Sor Juanas Inés de la Cruz. Dinero que me prestó mi chica para que no diera la impresión de ser un mendigo, un muerto de hambre. Una gota de sudor resbala por mi patilla. El pingüino se impacienta, menea las aletas, aguza la mirada. Salta los ojos. Se relame no el pico, sino una bemba carnosa. En una segunda búsqueda exhaustiva, tengo suerte (entre comillas). En un compartimiento de la cartera encuentro a un solitario Morelos.

-Gracias, caballero –dice el pingüino, sonriente, los cincuenta pesos más fáciles que ha ganado en su vida. Entro a la habitación. Sentado en una de las dos camas individuales del cuarto, un sicario del cartel de Sinaloa me observa.

Miro la puerta, con disimulo, para comprobar si el pingüino no se ha equivocado de cuarto, llevándome a una trampa mortal. En fracciones de segundo imagino al sicario de Sinaloa ordenándome que abra mis maletas. Su rostro de desilusión al ver una laptop vieja, calcetines, bóxers y varias mudas de ropa cual si hubiera emprendido un viaje a Europa. ¿Dónde está la mercancía, pendejo?, me pregunta a los gritos. Yo solo vine a un encuentro de artistas, se lo juro, digo yo, temblando, al borde de las lágrimas.

-Hola –dice el sicario de Sinaloa-. Poesía, ¿y tú?
-Novela –atino a decir, trago saliva, aliviado, comprendiendo que las apariencias siempre suelen engañarnos. No todos los poetas parecen integrantes del grupo Camila.

El poeta sicario, un pan de Dios, me invita a recorrer la ciudad con unos amigos. Declino su amable oferta. Le explico que ya tengo planes: ver a mi hermanita Bicho, alias, la ex reina de belleza, que ahora vive en la capital en busca de fama, fortuna y reflectores.

-Nos vemos al rato entonces –se despide el poeta sicario.
Suena mi celular. Es Bicho. Contesto. Me dice que llegará una hora, máximo dos horas tarde a visitarme. La han contratado de edecán para Iniciativa México.
-Perdón, dodi –se disculpa, triste, la voz apagada.
-No te preocupes –finjo no estar desilusionado para evitar bajarle más el ánimo-. Nos vemos al rato. Y si se te hace muy tarde, ni loca vengas, no quiero que estés agarrando taxis en mitad de la noche.
-Te amo –Bicho me manda un beso.

Enciendo la televisión. En pantalla, Iniciativa México. Cambio de canal. Iniciativa México. Vuelvo a cambar de canal. Iniciativa México. Salgo de la cama, golpeo el televisor. Iniciativa México. Llego a la conclusión que la contaminación ha dañado la señal. Apago y enciendo el televisor: Iniciativa México. Las cadeneas de televisión abierta, es decir, el duopolio encargado de lobotomizar a la nación, se han hermanado para mostrarle al teleauditorio que existe esperanza, que se puede vencer al narcotráfico, la corrupción, la crisis económica, la pobreza, el analfabetismo, todos los males habidos y por haber, el cáncer que está carcomiendo, pudriendo, terminando de matar al país.

Perfumados, bien vestidos, observo a encumbrados escritores, periodistas, intelectuales, políticos, empresarios, e inclusive, leyendas del deporte. Imagino a Carlos Slim, Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego riendo desde las alturas, dioses del Olimpo jugando con el futuro, el destino de millones de personas que no son más que hormigas para ellos. Que aplastan, machacan a su antojo. En una fracción de segundo, me parece ver a Bicho, de pie, entre varias hormiguitas que se creen seres humanos libres. Se me estruja el corazón. Cierro los ojos. Le rezo a la Santísima Trinidad: San Carlos, San Emilio, San Ricardo, liberen a mi hermanita, por favor, déjenla salir temprano.

El celular me despierta. Caí profundamente dormido sin percatarme. Es un mensaje de texto de Bicho: “Te molesta si no nos vemos? Acaba de terminar el evento y tengo clases de actuación mañana a las 7. TQM”. Miro el televisor. Infomerciales. Productos que prometen hacerte bajar de peso de manera milagrosa. Cepillos electrónicos para combatir la calvicie (tomo nota mental del número). Una conductora en los huesos pega de gritos, arenga al público a mandar mensajes de texto desde sus celulares para salir de la pobreza. “No hay problema, descansa. Nos vemos cuando regrese de San Luis”, tecleo en mi celular y oprimo el botón enviar. Programo la alarma y caigo dormido.

Seis de la mañana. Suena el despertador del celular. Con la velocidad de una mangosta logro apagarlo. No está en mis planes despertar al sicario de Sinaloa que lleva adentro el poeta. Me tallo los ojos. Mi compañero de habitación no está en su cama. Arrastro los pies con sigilo. Pego la oreja en la puerta del baño. Silencio. Doy unos golpecitos de señorita, casi inaudibles. Muevo la manija de la puerta. Aprieto los dientes, rezo por no encontrar al poeta componiendo octavas reales en el trono. Nada. El baño es solo para mí. Me cepillo los dientes. Me enjuago la cara. Debo darme prisa. A las siete en punto de la mañana hay que estar en el Auditorio Nacional: según el mail que me envió la coordinación del encuentro, los autobuses estarán estacionados en la bahía de la entrada principal sobre Paseo de la Reforma; quien no llegue puntual a la cita tendrá que ver por sus propios medios cómo llegar a la ciudad de San Luis Potosí.

-Bueno días, caballero –dice el pingüino con ojos ilusionados, brillantes-. ¿Desea un taxi?
-Por favor –digo.

El pingüino sale a la puerta del hotel, dispuesto a que le regalen otros cincuenta pesos por levantar la mano. El DF nunca duerme, descubro al ver los primeros rayos de sol filtrarse entre los edificios y ser recibido por un bullicioso tráfico en la calle y transeúntes dándose empellones los unos a los otros que hacen crispar cada uno de mis sentidos.
-Ey, roomie –dice una voz a mi costado.

Volteo por instinto de supervivencia. El poeta sicario de Sinaloa, los ojos vidriosos que delatan una borrachera infinita, viene escoltado por dos personajes de aspecto no menos peligroso: un judicial (asumo sería un eufemismo describirlo como un gordo moreno malencarado de lentes oscuros) y un malandro (tatuajes en los brazos, aretes en ambas orejas, barba y cabello largo hasta debajo de los hombros).
-Cancela el taxi –ordena el poeta sicario-, aquí en el Ángel nos sale más barato.

-Habría que preguntarle a los de arquitectura por qué hicieron tan pinche jodido el Auditorio –dice el malandro.
-Por mayates –apunta el judicial-, por eso.
Bajamos del taxi (taxi que nos tomó detener cerca de cuarto de hora, una decena de taxistas fingió demencia al vernos en la banqueta haciendo la parada). Al sicario de Sinaloa le sale lo poeta y paga él solito el taxi, o mejor dicho, le sale lo sicario al poeta para poder darse el lujo de pagarle al taxista con un billete de cien pesos.

-¿Cuánto es? –pregunto.
-Nada –dice el sicario poeta, acto seguido, atraviesa los tres carriles de ida (incluido el camellón con arbolitos, pista de caminata y plantitas de colores) y los tres carriles de vuelta del Paseo de la Reforma, esquivando coches, motocicletas y microbuses como la ranita del videojuego Frogger.

-¡Pinche mayate! –grita el judicial, y haciendo gala de movimientos insospechados en un sujeto con el cuerpo de un tapir malnutrido, elude de igual forma el tráfico que se precipita a toda velocidad cual circuito de Nascar.
-Cruza, wey –me ordena el malandro y sigue la misma ruta del poeta sicario y del judicial, éste último, perece será envestido en cualquier momento.
Media hora después, con los nervios como cuerdas de violín, abordo el último camión que está en movimiento rumbo a la ciudad de San Luis Potosí.

-Siéntate aquí mayate –ordena el judicial que levanta su regordeta mano morena desde uno de los asientos del fondo del camión.
Sigo la pezuña que me guía como un faro entre las miradas hoscas y artificiales de los lentes de pasta ancha que me flanquean por ambos costados.
-Gracias –digo y tomé asiento.
-Por nada, mayate –me palmotea el muslo.

Tal como supuse, la mayoría de los intelectuales se conocen. Son viejos camaradas de la artisteada, del performance, de las letras, de la movida. De años y años de encuentros y de becas medrando y mamando del gobierno. O tal vez no, pero lo que sí es seguro es que todos platican con una naturalidad asombrosa como si se conocieran de toda la vida. Yo no. Yo, en cambio, siempre he sido un bicho raro, poco sociable, incluso cuando por accidente o mera necesidad me veo obligado a salir a la calle o a algún centro comercial y tengo la mala fortuna de toparme con alguien conocido, vecino o amigo que estudió conmigo en el colegio, me mimetizo en las paredes para pasar inadvertido. Me convierto en un fantasma. En un ser translúcido. Nada es más terrorífico que toparte con alguien que no has visto en años y verte en la penosa necesidad de ponerlo al día, es decir, resumirle en dos minutos tu biografía, que en mi caso, es bastante penosa: nada, aquí, sigo viviendo en casa de mamá como en la primaria. El mismo fenómeno ocurre cuando entablo conversación con un perfecto extraño, al agotarse el tema del clima, vienen las incomodas preguntas personales.

-Estoy en novela –respondo.
-Ya decía yo que tenías cara de mayate –el judicial palmotea de nuevo mi muslo.
-Machín, yo también –del asiento de adelante aparece una cabeza con peinado mohawk, Carlos Salcido look Alemania 2006.
-Puro mayate hay en novela.
-¿Y tú en qué disciplina estás? –le pregunto al judicial.
-En cuento –responde-, donde están los más mayates de todos.

El trayecto es interminable: montañas, cactus y tierra arenosa repetidos hasta el infinito. Llevamos cinco horas de camino pero dan la impresión de haber sido diez, con todo y que intentamos matar el tiempo, a Dios gracias, no con disertaciones cultísimas a la literatura sino con pláticas sobre fútbol, terreno donde me desenvuelvo como pez en el agua.
-El Cuchillo Herrera sacó el año pasado un libro –nos ilumina el malandro.
-No mames –dice incrédulo el sicario de Sinaloa.
-Te lo juro –el malandro se besa los dedos índice y pulgar de la mano en forma de cruz.
-Ojalá su asesor de poesía fuera El Chuchillo –apunta el judicial-, para que se les quite lo mayates.
Mi celular suena. Es un mensaje de texto de Selva, mi chica: “Puta madre, hasta Eva Longoria acaba de publicar un libro, si no publicas mi novela antes de que acabe el año, te dejo”.
Una de las coordinadoras del encuentro interrumpe mi pasmo y/o la conversación al pasar por el pasillo del camión repartiendo unas carpetas color manila.
-Muchachos –dice-, ahí viene toda la información sobre el encuentro, quién es su tutor, los horarios de las sesiones, los horarios de las sesiones interdisciplinarias, y quién es su compañero de cuarto.
-Gracias –dice el judicial al recibir su carpeta y se levanta los lentes oscuros para dejar al descubierto sus ojillos de tapir libidinoso que miran sin disimulo (menos recato) las nalgas de la coordinadora.
Abro mi carpeta. A toda velocidad voy a la sección de relación de habitaciones. ¿Quién será Nacho Gaudí?, me pregunto en silencio.
-Uy, quién quiera que sea Rodrigo Solís –dice el malandro frotándose las manos-, que se vaya armando con coca porque no va a dormir en todo el encuentro.

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