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actualizado 23 de enero 2013
Los que cuentan su vida
La gente se refugia en la telebasura porque se relaciona menos con las personas de su entorno
Por Herminio Otero
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El fenómeno de confesarse en público parece crecer en tiempos de crisis. Así lo resume Vicente Verdú: “Todas las anteriores crisis financieras han reunido dos características fundamentales. Una ha sido el recrudecimiento en la desigualdad en las rentas, y la otra un tiempo en que el romanticismo dominaba sobre el racionalismo, la emoción sobre el sentido común y el deseo de aventura sobre el hastío de unos valores en descomposición”.

A todo el entramado de programas donde las personas desnudan sus sentimientos se le llama telebasura: abundancia de concursos, programas del corazón, telenovelas lacrimógenas, tertulias diseñadas para el insulto y el ridículo..., todo ello aderezado con un lenguaje vulgar, soez y grosero.

Fue también en los noventa cuando empezaron a entrar en las parrillas de programación los llamados reality shows, programas que por primera vez mostraban en España las miserias de ciudadanos anónimos para nutrir la curiosidad morbosa de millones de espectadores. Los periodistas de la época interrogaban a sus invitados mientras los distintos planos y la música ambiente acentuaban el dramatismo de lo contado.

A partir de entonces, hubo carta blanca para revolotear alrededor de la carroña: muchos reporteros, tras un atentado terrorista, aguardaban a los familiares de la víctima en los portales de sus viviendas para captar la mejor instantánea o la más desgarradora de las declaraciones. Así se enteró el padre de Miguel Ángel Blanco de la muerte de su hijo. La gente quería más, y la televisión, que funciona al ritmo de la actualidad, renovó sus contenidos.

Y entonces apareció un filón de oro: el mundo rosa. “El glamour de los famosos, sus excentricidades y, sobre todo, la posibilidad de adentrarse en sus intimidades y ver que no son tan distintos de nosotros, generó una nueva fiebre mediática”.

Las parrillas de programación de las sobremesas se fueron completando poco a poco con el mundo del corazón, lo que supuso una especie de avanzadilla para lo que sería el ataque definitivo. Poco después, las tardes se llenaron de magazines con las confesiones de maltratos, engaños amorosos u orientaciones sexuales de todo tipo para ganarse a un público concreto, necesitado de morbo.

Pasaron los años noventa y los realities se convirtieron en los reyes de la televisión: los programas llevan al límite todo tipo de situaciones. Todo vale en este tipo de programa. Su público se cuenta por millones en todo el mundo.
En España el siguiente paso fue el estreno de Gran Hermano, concebido como un ensayo sociológico que recordaba mucho a la película El show de Truman, en la que el protagonista interpreta a un hombre cuya vida es una ficción televisiva que bate récords de audiencia. En Gran Hermano, de resonancias orwellianas, se graba veinticuatro horas al día la convivencia de varias personas dentro de una casa. Las vidas de los participantes fueron pronto desmenuzadas paralelamente en las distintas cadenas.

Hay un público enganchado al tráfico sentimental y al que da respuesta una televisión monotemática y clasista, con programas de contenido cada vez más fuerte. ¿Cuál es la causa de esta situación? David Calderilla lo resume así: “Las personas somos sociables por naturaleza y encontramos placer en saber cosas de los demás. En nuestras ciudades actuales, tan extensas y superpobladas, es muy difícil mantener relaciones sociales como ocurría antiguamente en los núcleos rurales pequeños. Por ello, la gente se recluye cada vez más en sus casas, sola, y utiliza la telebasura como un medio para tener contacto humano con los otros”.

Lo que está claro es que la gente se refugia en la telebasura porque se relaciona menos con las personas de su entorno, pero, por otra parte, al ver tanta telebasura, también se implica menos en su contacto con el resto de las personas de su alrededor. Mientras tanto tiene necesidad de contar su vida o de ver y escuchar cómo la cuentan otros. “Hablar por hablar…”.

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