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actualizado 5 de nov. 2013
Cambiarnos de tren
La madurez es conciencia, el envejecimiento sólo desgaste
Por José Carlos García Fajardo
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Preguntaron al poeta inglés John Milton cuántos años tenía. El autor de El paraíso perdido, respondió: “A mucho tirar, unos cinco o seis... porque, no creerá usted que tengo los que ya he vivido”.

Vivir el momento presente, el aquí y el ahora, es el consejo de los sabios en las más importantes tradiciones de la humanidad, porque “somos lo que no somos”, según Hegel.

La iluminación nunca viene de afuera sino que se alumbra como un despertar al caer en la cuenta de la realidad. Mañana no es una realidad sino una hipótesis sobre la que sería insensato apostar nuestra existencia. Ayer ya pasó, y lo hemos asimilado haciéndolo nuestro, o vagaremos desarraigados a merced del viento.
Cada etapa de la vida tiene sus propias riquezas y tenemos que buscar la armonía y aspirar a la serenidad que nos permita ser nosotros mismos.

Esa es la clave de la identidad, que es lo que nos hace ser lo que somos y hace que los otros nos reconozcan como somos. Es un proceso, no una conquista. Una experiencia que nos muestra los elementos distintos y hasta contradictorios con los que está formada nuestra personalidad. Si nosotros nos ocupamos en gestionar nuestras contradicciones, mantendremos alejada la esquizofrenia que nos amenaza.

Es importante saborear el propio conocimiento que nos lleva al respeto del otro. No como objeto de nuestro amor o de nuestra responsabilidad, sino como sujeto que sale al encuentro y nos interpela, para hacer juntos el camino.

Caer en la cuenta de que a todos compete el disfrutar de los bienes comunes nos abre hacia horizontes de plenitud, bondad y belleza. Porque son auténticos, y autentikós es el que tiene autoridad sobre alguien y lo promociona.

No añoremos el pasado en una nostalgia estéril, sigamos en el camino, compartiendo y disfrutando cada momento. Sin atormentarnos por un futuro que no existe, sino que lo vamos haciendo. Como el tiempo, y hasta como el espacio que se define por sus contenidos. Esa es la elegancia verdadera, que el vaso no sea más que la flor.

Y después, si hubiera algo, nos acogeremos al razonamiento de Sócrates “bien me ha valido haber seguido el camino de la virtud”. Y, si no hay nada, me compensa vivir con coherencia y plenitud.

Dentro de cualquier anciano hay un joven preguntándose qué ha sucedido. No hablamos de ancianos amargados porque sienten que sus vidas no son lo que podrían haber sido. Se sienten estafados. Nadie les enseñó a amar la vida, a amarse a sí mismos, a asumir el único sentido de la existencia: ser felices.

Estar feliz es saberse uno mismo, hacer las cosas porque nos da la gana, no porque lo manden o para alcanzar méritos para ultratumba. Esto es un chantaje, posponer la felicidad para mantenernos dominados y sumisos. Han hecho de la obediencia una virtud. Un buen pueblo, para el que manda, es un rebaño que pasta sin hacer ruido.
Es urgente la rebelión de las personas mayores que padecen su soledad como antesala de la muerte. Nunca es tarde para madurar sin confundir envejecimiento, que es cosa del cuerpo, con madurez que es crecer hacia dentro y saborear la vida. Las arrugas son hereditarias. Los padres las reciben de los hijos.

Descubrirnos gotas en un océano de silencio es trasformar la existencia en una celebración. Es descubrir el universo en el rocío. No hay mayor provocación que ser uno mismo. Atreverse a ser, a discrepar, a gozar y a realizarse en armonía con el universo. El sabio acepta la realidad imponiéndole su sello: para hacer lo que queramos tenemos que querer lo que hacemos. Porque nada puede morir, tan sólo cambiar de forma. La existencia nada sabe de la vejez, sabe de fructificar. Ya tenemos lo que buscamos. Hay que despertar.

Madurez significa que hemos llegado a casa. La madurez es conciencia, el envejecimiento sólo desgaste. Todavía queda tiempo para cambiarse de tren.

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