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actualizado 25 de octubre 2013
El hombre en busca de sentido, de Víctor Frankl
Nosotros no podemos permanecer en silencio cuando padecen tantos millones de víctimas inocentes
Por J. C. Gª Fajardo
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“Lo más terrible fue comprobar que a algunos no les esperaba nadie”. “No esperábamos encontrar la felicidad pero tampoco estábamos preparados para la infelicidad”, y sobre todo para escuchar de labios de sus conciudadanos.

“No sabíamos nada. Lo siento. Aquí también sufrimos”.

Cuenta Víctor E. Frankl, en El hombre en busca de sentido, que al salir del campo de concentración en Auschwitz, la mayoría sufrieron una especie de decomprensión acelerada, como la aeroembolia que padecen los que suben demasiado deprisa de una cámara de sumersión.

Muchos reconocían en privado que habían perdido la capacidad de alegrarse y que tenían que volver a aprenderla si querían sobrevivir a la tragedia. Padecían una especie de despersonalización, todo les parecía irreal, improbable, no duradero, a lo que no tuvieran derecho, como en un sueño.

Mientras el cuerpo, que tiene menos inhibiciones que la mente, se adaptó rápido y muchos se pusieron a comer y a beber café vorazmente, incluso en mitad de la noche. Se levantaban, comían y vomitaban. Se les soltaba la lengua y eran capaces de hablar durante horas y horas, sentían la necesidad irrefrenable de hablar, para no dormirse. No soportaban el silencio que a muchos les hacía preguntarse por el sentido de tanto sufrimiento, sobre todo, al saberse libres mientras tantos otros habían perecido en aquel infierno. Pero lo más terrible fue comprobar que a algunos no les esperaba nadie.

“No esperábamos encontrar la felicidad pero tampoco estábamos preparados para la infelicidad”, y sobre todo para escuchar de labios de sus conciudadanos “No sabíamos nada. Lo siento. Aquí también sufrimos”. La amargura y la desilusión resultaron ser una experiencia muy dura de sobrellevar, y muchos sucumbieron ante la incapacidad de reintegrarse en una antigua vida que ya no existía como la habían conocido, o en la que se sentían extraños. Muchos padecieron la soledad, y otros se dejaron morir en un mundo en el que no encontraban sentido para el sufrimiento de tantos millones de seres. El número de suicidios discretos o lanzándose desde un balcón, fue grande. Los que mejor se adaptaron a la nueva situación fueron los guardianes de los campos que, el día de la liberación, ya ofrecían cigarrillos y sonreían vestidos de civiles. Lo más terrible fue que los de naturaleza más primitiva no podían escapar a las influencias de la brutalidad que les había rodeado mientras vivieron en el campo. Ahora, al verse libres, recuerda el siquiatra judío vienés Frankl, pensaban que podrían vivir sin sujetarse a ninguna norma y dar rienda suelta a sus represiones más brutales. Se convirtieron en instigadores de la fuerza y de la injusticia. Muchos pasaron de víctimas a opresores. Como estamos viendo impasibles en Gaza, en Cisjordania y en toda Palestina en el exterminio y en el odio con que israelíes de extrema derecha sojuzgan a palestinos, a hombres, a mujeres y a niños inermes. Uno de los tabúes mejor guardados por el movimiento sionista fue la experiencia de que muchos kapos eran judíos y se distinguían por su extrema crueldad, quizás para acallar una conciencia que se disolvía en estertores.

Víctor Frankl recuerda a un prisionero que, enrollándose las mangas de la camisa, le gritó: “¡Que me corten la mano si no me la tiño en sangre el día que vuelva a casa!” Y el médico vienés recalca que “no era un mal tipo: fue un buen camarada en el campo”.

Esta relectura de páginas admirables escritas por un médico que padeció la ignominia de los campos y que dedicó su vida a que muchos pacientes descubrieran un sentido para sus vidas, puede ayudarnos a “leer” las conductas salvajes, brutales e inhumanas que los medios de comunicación ponen ante nuestros ojos. Desde todas partes, en una cacofonía desesperante ante la que no deberían doblegarse los responsables de los gobiernos de las naciones más democráticas, desarrolladas y ricas del planeta. El contubernio de Viena y los espantosos silencios ante las monstruosidades de las que tienen pleno conocimiento los dirigentes de la Tierra pasará a la historia como otra de sus páginas más tristes y vergonzosas. Ante ellas uno se pregunta por el sentido de ser persona en un mundo enloquecido que cabalga hacia la autodestrucción entre las luces de los anuncios de neón. Con Nietzsche, seguimos creyendo que “quién tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Pero nosotros no podemos permanecer en silencio cuando padecen tantos millones de víctimas inocentes. Porque todos son de los nuestros.

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