actualizado 28 de nov. 2014    
Con el corazón a la escucha
¡Hagamos tiempo para el ocio!
Por José Carlos García Fajardo
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Hace años que un maestro me enseñó a escuchar con el corazón, el leb shomá del joven Salomón. Hacerse uno con las personas que nos acogen y sintonizar aunque los idiomas parezcan distintos. Hemos perdido el placer de conversar sin tiempo y saborear los silencios. Siempre viene a mi mente un viejo haiku atribuido a Basho, pero que no es suyo: “No decían palabra el anfitrión, el huésped y el crisantemo”… ¿Qué habían de decir? ¿Estropear con un ruido del presente la música de lo eterno? Pero en este presente nos va la vida y saborearla es vivirla con plenitud: “Vivir con modestia y pensar con grandeza”, como sugería Wordworth. O como, con palabras del ermitaño Kenko (s.XIV), se preguntaba el novelista y poeta Ueda Miyoji, poco antes de morir “¿Cómo es posible que los hombres no se alegren cada día por el placer de estar vivos?”. Y añadía: “Es preciso vivir cada día plenamente, como si cada día valiera su peso en oro”.

“¡Hagamos tiempo para el ocio! ¡Y vivamos un día como si fueran dos!”
Cuando los voluntarios sociales viajamos a las regiones de los pueblos empobrecidos del Sur ponemos todo el empeño en respetar sus tradiciones culturales y religiosas. Para ello nos preparamos con tiempo. Un viaje a un lugar desconocido no se puede improvisar sin riesgo de ofender a alguien. Y es preciso escuchar, porque los encuentros sólo se producen una vez en la vida. Todas las despedidas son eternas porque la repetición es imposible. La vida sólo ocurre en el presente y mientras no sepamos vivir cada instante como si fuera único, corremos peligro de no vivir la vida en toda su plenitud. Kenko repetía sin cesar: “Las personas que temen la muerte deberían amar la vida”.

En una reunión con los representantes de las comunidades indígenas en Costa de Marfil, el portavoz nos decía: “Ahora que habéis bebido y que vuestros equipajes reposan seguros en las casas que os hemos asignado, permitidnos que os demos la novedad: La aldea está en paz, no hay guerra, la vida sigue su curso, hay caza, las cosechas van bien porque ha llovido a su tiempo y nos sentimos felices porque habéis llegado acudiendo a la llamada que os hicieron los espíritus de nuestros antepasados. Contadnos noticias pues siempre se puede aprender de quienes han recorrido tan largo camino. La noche es joven y vosotros traéis la aurora”.

Cuando a uno le dan las gracias durante esos viajes o lo agasajan, siente un profundo rubor y tiene físicamente presentes a todas esas personas anónimas y generosas gracias a cuya labor continuada centenares de millares de enfermos en docenas de países alivian su dolor o son curados de sus dolencias. Su generosidad es infinita porque ni siquiera corren el riesgo de que les den las gracias con sus manos febriles o sus cuerpos comidos por la lepra, la tuberculosis, el sida o la malaria. Pero, sobre todo, por el dolor y el abatimiento, por la impotencia y la desesperanza.

Nosotros habíamos salido a su encuentro porque ellos nos esperaban. Nadie nos había enviado, ellos nos habían llamado. Esta es una idea que siempre tenemos muy presente. Ante el océano de dolor, de hambre, de soledad y de injusticia que existe en el mundo para miles de millones de seres, a muchas personas les asalta la tentación de no hacer nada. No. Es preciso discernir lo signos y ver que en esta persona a cuyo lado estoy está la humanidad doliente entera, que este es el pueblo sufriente que se alivia cuando se atiende a uno sólo de sus miembros. Toda acción ejercida en un punto del tejido social se transmite a todo el organismo para bien o para mal. Y si nosotros dejamos de hacer ese poco ahora, quedará sin hacerse eternamente, por muchas otras cosas que podamos hacer después.

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