La fascinación de las masas con los falsos mesías
Podríamos decir que a pesar de los adelantos de la civilización el hombre de los rascacielos y el hombre de las cavernas comparten los mismos instintos básicos
Por Alfredo M. Cepero
"No siendo capaces las muchedumbres ni de reflexión ni de razonamiento, carecen de la noción de lo inverosímil, porque generalmente las cosas más inverosímiles son las que hieren más profundamente en su espíritu". (Psicología de las Multitudes, Gustavo Le Bon, Cap. III).

Muchos de quienes hemos observado durante años a la sociedad norteamericana y a su extraordinario experimento de democracia, hemos atribuido cualidades superiores a su pueblo. La racionalidad, la disciplina, la puntualidad y la ética de trabajo de sus hombres y mujeres fueron para muchos de nosotros ejemplos a seguir y metas a conquistar. Jamás se nos habría ocurrido que en los Estados Unidos pudiera ganar influencia o poder un orate como Adolfo Hitler, un simulador como Fidel Castro o un payaso como Hugo Chávez.

Hagamos un breve recorrido por el camino seguido por estos farsantes para esclavizar a sus pueblos. En noviembre de 1923, un desconocido Adolfo Hitler y un reducido grupo de seguidores intentaron dar un golpe de estado en Munich a un legítimo gobierno alemán. El intento fracasó y Hitler fue a parar a la cárcel pero sirvió de inicio a su carrera política. Nueve años más tarde, el Partido Nacional Socialista de Hitler llegó al poder por elección popular, aunque sin la mayoría absoluta que demandaba el endemoniado.

Para lograrla por la violencia, el 27 de febrero de 1933 prendió fuego al Reichstag (Parlamento Alemán), anuló importantes derechos fundamentales como la libertad de opinión, de prensa, de asociación y reunión, se suspendió el secreto epistolar y telegráfico, así como la garantía de la inviolabilidad del domicilio y se autorizó a la policía a prohibir reuniones. Así empezó el régimen que, según Hitler, perduraría por un milenio pero que terminó doce años más tarde con el saldo alucinante de los 60 millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial.

El 26 de julio de 1953, un pandillero de 26 años de edad encabezó a un abigarrado grupo de jóvenes ilusos que entraron a tiros en un cuartel militar de la dictadura de Batista y, en una orgía de sangre, dieron muerte incluso a enfermos recluidos en el hospital de la institución. Como su ídolo alemán, Fidel Castro fue a parar a la cárcel. Y, siendo un discípulo aventajado, seis años más tarde, el primero de enero de 1959, se hizo con más poder que ningún otro gobernante previo en la convulsionada historia de Cuba. La pesadilla que ha desatado por 57 años le ha robado al cubano no sólo la prosperidad material sino sus principios morales y su dignidad personal. Hoy somos un pueblo sin derrotero y sin puerto que no encuentra donde anclar el barco de su esperanza.

Volviendo a su camino diabólico, a partir de 1959 Castro desplegó una habilidad extraordinaria para el engaño, la mentira y el encantamiento de un pueblo arrodillado a sus plantas. Desde un principios negó ser comunista y dijo que celebraría elecciones libres, que no estaba interesado en el poder, que no utilizaría la fuerza para mantenerlo y que se iría cuando el pueblo no lo quisiera. Prometió cosas descabelladas como que Cuba tendría el mejor ganado del mundo, que produciría más naranjas que la Florida, que pronto se convertiría en exportador de petróleo y que el pueblo alcanzaría un nivel de vida superior al de los Estados Unidos.

Pero donde alcanzó la cima de lo inverosímil y perpetró la mayor burla contra un pueblo crédulo fue cuando dijo que su Vaca Ubre Blanca daría leche suficiente para llenar la Bahía de La Habana. El resultado trágico es tan conocido que basta con resumirlo. Centenares de miles de presos por el simple hecho de contradecirlo, dos millones de cubanos regados por el mundo y más de 100,000 muertos entre fusilados, asesinados, muertos en prisión, misiones internacionales y devorados por los tiburones en el Estrecho de la Florida. Nunca ha celebrado elecciones libres pero estoy seguro de que si lo hubiese hecho en los primeros cinco años de su "reinado" las hubiera ganado con facilidad.

Al mismo tiempo, el discípulo de Hitler tuvo también su propio discípulo en un payaso carismático llamado Hugo Chávez. En 1992, aquel analfabeto osado intentó dar un golpe de estado contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez pero fracasó en el intento. Como Hitler y Castro, Chávez sufrió primero cárcel y después destierro. Regresó de su curso en La Habana preparado para hacerse con el poder por el mismo camino del engaño de los dos anteriores. Entre 1998 y 2012, Chávez ganó cuatro elecciones presidenciales contra cuatro contrincantes diferentes, por lo menos las primeras tres con resultados reales.

En el curso de esos 14 años, Chávez dijo que no sería dictador, prometió que no confiscaría empresas privadas y afirmó que respetaría la libertad de los medios de comunicación. Cuando la providencia se apiadó de Venezuela y se lo llevó a la tumba ya Chávez no sólo había violado todas sus promesas sino había sumido en la miseria a su pueblo para mantener en el poder a la tiranía obsoleta y al régimen fracasado de los hermanos Castro. Como los cubanos, los venezolanos no escucharon a quienes tratamos de advertirles sobre el terremoto que se les venía encima y, como los cubanos y los alemanes, los venezolanos cayeron presa del encantamiento de su Mesías.

Por estos días los Estados Unidos parecen enfilarse por el mismo camino de los alemanes, los cubanos y los venezolanos. En un panorama nacional hipertrofiado por la pesadilla que ha sido Barack Obama, aparece un Donald Trump con su narcicismo galáctico, su conducta incoherente y su retórica corrosiva. Con ello se ha ganado un lugar destacado en el salón de la fama de los falsos Mesías y puesto en peligro la tarea de restaurar la armonía tan necesaria en esta sociedad pulverizada por el fanatismo y la polarización.

En realidad, Trump y Obama, dos hombres, supuestamente ubicados en polos opuestos del espectro ideológico, tienen tantas similitudes como diferencias. Pero, como la paciencia del lector es limitada, destacaré solamente la capacidad de ambos para hechizar multitudes y la inmensa habilidad para manipular a las comunicaciones masivas. Obama llegó al poder sin dar detalle alguno sobre sus planes de gobiernos. Su lema central de "Hope and Change" (esperanza y cambio) fue diseñado para estimular sentimientos de solidaridad hacia un joven elocuente e "idealista" que era hijo de una raza sufrida. La gente le dio un cheque en blanco en el cual Obama ha escrito 20,000 millones de dólares de una deuda nacional que ha hipotecado por muchos años a los Estados Unidos.

Aunque desde un ángulo diferente, Donald Trump está haciendo algo muy parecido. Cuando algún periodista le pregunta sobre planes específicos de gobierno, Trump la emprende con una diatriba sobre la incompetencia de Barack Obama y la corrupción de los políticos de ambos partidos. Insulta a sus adversarios en las primarias republicanas y amenaza a gobiernos como los de China, Japón y México con los cuales los Estados Unidos han mantenido y seguirán manteniendo relaciones políticas y comerciales. En esto difiere del simulador y cautelosos Barack Obama de las elecciones del 2008. Pero al igual que Obama, su lema de "We will make America great again" (Haremos a America grande de nuevo) no es un plan de gobierno sino un mensaje de alta carga emotiva a quienes resienten el deterioro de los Estados Unidos en los últimos siete años. Dos falsos Mesías vestidos con distintos ropajes.

En conclusión, el éxito de estos cinco farsantes en su misión de hacerse con el poder absoluto demuestra que tanto pueblos de supuestos altos niveles de desarrollo económico, madurez ciudadana y sofisticación cultural como pueblos considerados más atrasados son vulnerables al hechizo de los falsos Mesías. Podríamos quizás aventurarnos a decir que a pesar de los adelantos de la civilización desde la llegada del hombre a la Tierra, de todas las conquistas sociales, de los descubrimientos de la medicina y de los progresos tecnológicos, el hombre de los rascacielos y el hombre de las cavernas comparten los mismos instintos básicos y padecen de las mismas debilidades. Quizás la mejor enseñanza que podemos sacar de todo esto es que la libertad nunca está totalmente segura y que el precio de mantenerla es la vigilancia perpetua.




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