La Jornada
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ACTUALIZADO: 19 DE NOVIEMBRE DE 2007
OPINIÓN
Cuba y la lucha por la democracia
Por Félix Julio Alfonso López Texto más grande Texto más pequeño Texto más grande

En la introducción a su libro Modelos de democracia, el profesor inglés David Held hacía la siguiente aseveración:
 
La historia del concepto de democracia es curiosa; la historia de las democracias es enigmática. Hay dos hechos sorprendentes. En primer lugar, hoy en día casi todo el mundo dice ser demócrata, ya sean sus posturas de izquierda, centro o derecha. Los regímenes políticos de todo tipo en, por ejemplo, Europa Occidental, el bloque del Este y América Latina dicen ser democracias. Sin embargo, lo que cada uno de estos regímenes dice, y lo que  hace, es radicalmente distinto. La democracia parece dotar de un aura de legitimidad a la vida política moderna: normas, leyes, políticas y decisiones parecen estar justificadas y ser apropiadas si son "democráticas".
 
A pesar de constatar estas paradojas, a la hora de describir la diversidad de percepciones sobre la democracia en el mundo actual, David Held es un pensador liberal,  y en otro lugar afirma no creer que la actual globalización, regida por el mercado y el pensamiento neoliberal:
 
Haya empeorado la calidad de la democracia, ni tampoco que la democracia controle el proceso de globalización. El fenómeno es muy complejo porque es diferente en cada región. Los países grandes, con democracias bien afianzadas, pueden resistir y tratar de controlar mejor los términos de la globalización que los países pequeños, pobres y más vulnerables.
 
De manera que el impacto de la globalización puede ser entendido en líneas generales desde el punto de vista de la jerarquía de los estados. Los países grandes y poderosos o los bloques, como los Estados Unidos, la Unión Europea, incluso India, o China, que no es una democracia pero sí un país muy poderoso, tienen la capacidad de integrarse en el mercado internacional de acuerdo a sus propios términos. Occidente siempre ha sido primero liberal y luego democrático y sólo se ha abierto cuando sus economías fueron fuertes.
 
Aquí tenemos sintetizados, pues, algunos de los mitos más conspicuos que el pensamiento hegemónico ha construido para legitimar sus formas de explotación y dominación sobre los hombres y mujeres del planeta. Por un lado, la idea de que en política vale todo, siempre y cuando se ampare en una fórmula aparentemente democrática; el supuesto de que existen democracias antiguas, sólidas y afianzadas, y países con democracias jóvenes, que deben aprender de los modelos ya consagrados. Por último, está el axioma de que los países para prosperar económicamente deben hacerlo de acuerdo a fórmulas "democráticas", siempre y cuando acaten el mandato de Occidente, que como afirma Held sin disimulos "siempre ha sido primero liberal y luego democrático".
 
El discurso anterior obvia, por supuesto, la constatación de las terribles desigualdades planetarias, ilustradas en el hecho de que a la semana mueran  decenas de miles niños de desnutrición y enfermedades fácilmente evitables, principalmente en África, con la flagrante contradicción de en los países "democráticos" y "avanzados" las especulaciones financieras mueven miles de millones de dólares diarios, para no hablar de la de productos suntuarios, que bien podría constituir la industria de mayor peso en esas economías. Estas enormes diferencias  demuestran la cruda realidad de un verdadero  apartheid global donde una quinta parte del mundo es rico y las cuatro quintas partes restantes son pobres, y donde las naciones del Norte industrial alojan al 20% de la población pero utilizan el 80% de los recursos energéticos y minerales procesados. Las mismas naciones responsables en mayor medida de la degradación medioambiental, producto de la industrialización de los últimos ciento cincuenta años, que ha traído consecuencias nefastas como la desertificación, el efecto invernadero, las lluvias ácidas, la disminución de la capa de ozono y la  extinción de miles de especies de animales y plantas.
 
A ello se unen otros males que aquejan a las sociedades que se llaman a si mismas democráticas y pretenden dar lecciones a los demás países, y en las cuáles se  observan graves e incontenibles signos de degradación moral, pérdida de confianza de los ciudadanos en sus gobernantes, y donde el sentido del buen gobierno desaparece ante la avalancha de escándalos, el soborno como práctica habitual o  la utilización deliberada de la mentira, como en los conocidos casos de José María Aznar, Anthony Blair y George W. Bush en el tema de la invasión a Irak. A este último, como sabemos, fue el propio Dios quien le pidió "acabar con la tiranía de Saddan".  Por no mencionar a esos gobiernos detrás del gobierno que son las grandes corporaciones y multinacionales, como lo recordó en su día Cyril Siewert, director financiero de la compañía Colgate Palmolive, quien hablaba en nombre de todas las compañías transnacionales cuando comentó: "Los Estados Unidos no tienen línea directa con los recursos de nuestra corporación. No hay razón de que este país tenga la prioridad". Si eso decía de su propio país, qué esperar entonces para el resto.
 
En realidad, el uso muchas veces deshonesto que han hecho los dominantes del concepto de qué es, o que debe ser la democracia, ha terminado vaciando de sentido el término, y condenándolo a formar parte de una retórica falaz. Sin embargo, como ninguna noción de las que rigen la vida de los hombres es abstracta o igual a sí misma, sino que todas tienen una historia y remiten a contextos histórico-sociales muy determinados, pienso que no debemos renunciar a los postulados esenciales que dan sentido al orden democrático, en su acepción prístina etimológica, es decir, gobierno del, (por y para) el pueblo.
  

Está claro que no siempre se ha entendido, a lo largo de la historia de la humanidad, quiénes conforman ese pueblo, y como debe aplicarse su gobierno. De hecho, durante muchos siglos los iletrados, los pobres y las mujeres tenían muy pocas esperanzas de ser considerados como parte del pueblo, con derecho a elegir a sus gobernantes y pedirles responsabilidad por sus actos. Sin ir más lejos, en nuestro país, no fue hasta los años 30 del siglo pasado que las mujeres pudieron obtener el derecho a  votar en las elecciones de la república burguesa neocolonial, sin embargo, y como prueba de las contradicciones de aquella sociedad, uno de los programas políticos que pretendían erigirse con el poder en aquellos años, el del ABC, postulaba entre sus objetivos la supresión del voto a los analfabetos, lo cual era cuando menos cínico, en un país donde grandes segmentos de la población no tenían acceso a la enseñanza.
  
No haré aquí, por supuesto, la historia de la idea de democracia a lo largo del devenir  humano, compleja y llena de contradicciones. Me atendré, pues, al hecho incontestable, de que en todas las sociedades dividas en clases, desde la célebre democracia griega, hasta fecha relativamente reciente, la democracia  fue concebida como el gobierno que debía defender los intereses de un pequeño grupo de propietarios, varones, blancos y con educación.  Y ello a pesar de los pruritos que pudieron tener algunos pensadores burgueses, como Tocqueville, Stuart Mill o Weber, de que el estado democrático podría degenerar en un estado burocrático, que se inmiscuiría en todos los asuntos y dejaría poco margen al desarrollo individual.
   
En realidad, como afirmó Marx en el Manifiesto comunista:
 
El poder político, en sentido estricto, es sencillamente el poder organizado de una clase para oprimir a los demás. Si el proletariado durante su lucha contra la burguesía se ve obligado, por la fuerza de las circunstancias, a organizarse como clase; si, mediante una revolución, se convierte en la clase gobernante y, como tal, suprime por la fuerza las viejas condiciones de producción, habrá suprimido entonces, junto con estas condiciones, las condiciones para la existencia del antagonismo de clases y de las clases en general, y habrá abolido su propia supremacía como clase. En lugar de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clases, tendremos una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre  desarrollo de todos.
 
Esta idea de Marx, de que todos los miembros de una  sociedad, libres e iguales, participaran plenamente en las decisiones del  gobierno, de un modo transparente y directo, y con capacidad para controlar las decisiones de sus gobernantes y en caso necesario revocarlos, es la idea de democracia que define las largas luchas por acceder a ella desde los presupuestos del socialismo y el comunismo. Por eso me parece tan sugerente y lúcido el título del libro que presentamos hoy: Cuba y la lucha por la democracia, del Dr. Ricardo Alarcón de Quesada, presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, pues no se trata solo de los combates por mejorar o perfeccionar un sistema de gobierno, sino de las luchas titánicas del pueblo cubano por alcanzar de manera indisoluble y definitiva su condición de estado independiente, soberano y donde la igualdad social imperase por encima de cualquier otro interés político o cálculo económico. 
 
El libro está compuesto por una selección de 29 artículos, intervenciones, discursos, conferencias  y entrevistas en las que el autor analiza con rigor y amplitud cuestiones relativas al gobierno democrático, la democracia representativa, la participación ciudadana, el régimen parlamentario, etc.  Pero sobre todo ahonda en  la historia propia y original de Cuba en su búsqueda, desde los tiempos aurorales de la nación, de un sistema democrático que  tuviera como propósito, siguiendo a Martí: "conquistar toda la justicia".El Dr. Alarcón resume en sus textos, de manera brillante, la enorme tradición democrática acumulada por el pueblo cubano en sus luchas independentistas, plasmada en la organización de la vida civil y militar en las dificilísimas condiciones de la guerra, y recogida en la letra de las cuatro constituciones mambisas, hasta llegar al pensamiento radical y ultrademocrático de José Martí, con su idea de un partido que aglutinara y condujera la revolución anticolonial a puerto seguro, para de allí entonces realizar la verdadera revolución política en la República. 
 
Es esa tradición, y no la impuesta por los Estados Unidos a los gobiernos corruptos y entreguistas de la etapa neocolonial, la que nutre el actual sistema democrático cubano, cuyas bases descansan en la inscripción universal y gratuita de todos los ciudadanos, la postulación de los candidatos por los electores desde la base, la ausencia total de discriminación de ninguna índole para ser electo, bastando solo el mérito y la capacidad, el destierro de la politiquería y campañas electorales movidas por  intereses espurios o maquinarias económicas, y la más absoluta limpieza y transparencia en los comicios. A ello se une el hecho singular de que los gobernantes electos por el pueblo no reciben ningún tipo de gratificación económica por su labor y deben rendir cuentas periódicamente de su gestión a los electores.
 
Pero en Cuba, como sabemos todos, el ejercicio de la democracia rebasa con mucho el momento de las elecciones, y se traduce en las miles de acciones colectivas, asambleas, reuniones, discusiones, etc., que los trabajadores, los campesinos, las mujeres, los intelectuales, los  estudiantes, los niños, realizan de manera cotidiana para resolver sus problemas específicos y la manera en que se articulan sus aspiraciones y necesidades con las aspiraciones de la sociedad en general. La cabeza visible de este amplio sistema de organizaciones y redes de la sociedad civil es la Asamblea Nacional o Parlamento, la cual tiene como misión hacer realidad "en la práctica, esa aspiración ideal (…) alcanzar el autogobierno, la dirección real, de abajo a arriba, de la sociedad por el pueblo, no solo en apariencia, sino concretamente, lo cual solo es posible, cuando el gobierno existe para el pueblo. Este debe dejar de ser, para siempre, espectador y pasar  a convertirse en actor, protagonista". Creo que el actual proceso de discusiones a nivel de barrios, de centros de trabajo y de las principales organizaciones políticas, sobre el discurso de Raúl el 26 de julio en Camagüey, es una prueba más de la profunda vocación democrática, participativa, de libertad y de consenso que existe entre la máxima dirigencia de la  Revolución y el pueblo. 
 
No es tarea de un presentador el  contar en detalle los contenidos de un libro, lo cuál le quitaría al lector la sorpresa y la ilusión de lo que va  leer, pero no quisiera terminar sin recomendar de modo especial las páginas que el Dr. Alarcón dedica a nuestra historia patria, al Alzamiento de La Demajagua, las asambleas de Guáimaro y Jimaguayú, así como al ascendente proceso de institucionalización de la sociedad cubana después del triunfo revolucionario, hasta llegar a la constitución socialista de 1976.  Creo que son lecciones magistrales de historia que no debemos pasar por alto, como tampoco los filosos acápites dedicados al tema de la crisis de la democracia representativa en Occidente y el tan debatido y necesario  tema de la democracia y el comunismo.
 
Recuerdo ahora haber visto alguna vez una imagen de la suspicaz Mafalda, en que lee la definición de democracia en el diccionario y luego se muere de la risa delante de los padres, en la mesa de comer, y no para de reír hasta irse a la cama. Detrás de ese ataque de risa estaba, claro, la denuncia punzante de la gran falsedad que era,  y es, la democracia para la mayoría de los ciudadanos del planeta. Pero yo quiero invitarlos, no a reír exactamente, sino a reflexionar con seriedad desde las páginas de este libro,  acerca de la responsabilidad individual que nos corresponde a cada cubano, ahora que se acerca un nuevo proceso electoral, para hacer que nuestra democracia, y no ningún modelo venido o impuesto desde fuera, sea cada día más justa, más eficiente, más revolucionaria, más participativa y, valga la redundancia, más democrática, si posible fuera.   
Palabras de presentación al libro Cuba y la lucha por la democracia, del Dr.  Ricardo Alarcón de Quesada, sábado 13 de octubre de 2007.      

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