LA JORNADA

Del derecho a tocar al privilegio de no ver y mirar

Por Alberto Martín
Acompañado de una calavera o del dibujo de un hombre electrocutado, los carteles con el imperativo “No tocar” se han convertido en inseparables compañeros de las obras de arte. A veces, según señala el escultor, dibujante y profesor en la ETSI de Arquitectura de la Politécnica de Madrid, Miguel Sobrino, de manera no sólo innecesaria sino “contradictoria” con el sentir de la obra, con la intención de quienes las hicieron. “A veces tocar es parte del proyecto. La Catedral de Santiago está hecha para ser tocada, pero los conservacionistas nos lo impiden. Hay obras que te piden que les des un coscorrón o un abrazo. Se crearon para ello y hoy no nos dejan hacerlo. No se dan cuenta que a veces es mejor que se desgaste por el uso al que estaba destinado a que la gente se salte las prohibiciones y se abalance sobre las obras”. Sobrino, consciente de ser un tanto transgresor e ir contracorriente de las prácticas conservacionista propone -en broma, por supuesto- que se limite el contacto con otras obras. “A veces es exagerado. Ahí tenemos a la leona de Girona y eso de Si quieres volver a Girona, bésale el culo a la leona”.

Dice Miguel Sobrino que tocar las obras nos muestra mucho de ellas. Muchas veces el sentido del tacto es el más valorado. Ahí está Isaac quien pese a oír la voz de Jacob le dio la primogenitura al tocar su brazo peludo de piel de oveja confundiéndole con el de Esaú, como se muestra en El Prado en “La bendición de Isaac”, de José de Ribera. También es muy importante saber cuánto ha tocado el autor la obra, ver cómo ha pulido el mármol, cómo sus manos han convertido su pieza en algo único, por muy parecida que sea a otras. En este punto, Buñuel en Tristana nos lo dejó claro con Catherine Deneuve eligiendo una columna sobre las demás en un patio lleno de ellas ante la incredulidad y asombro de Fernando Rey. “Eso es el arte, ese hacer que todo sea diferente, único”, concluyó Sobrino.

Una semana antes, Agustín González Cano, profesor de la Facultad de Óptica, escritor y “apasionado del arte” hizo lo contrario. Si Sobrino enfatizó el valor de las manos que tocan la obra, González Cano se quejó de que el producto de aquello a lo que su ciencia centra sus esfuerzos, los instrumentos ópticos, se hayan convertido en un innecesario elemento que impide, cada vez más, disfrutar, de la obra del arte. Lo explicó con un ejemplo y una foto. La imagen es del Museo del Louvre, la hizo este verano en la sala donde se muestra La Gioconda. Allí está ella, majestuosa, mirando a todos, gracias a la maravillosa técnica de Leonardo, pero sin embargo muy pocos la miran a ella. Casi todos miran sus teléfonos móviles y cámaras fotográficas. Algunos incluso le dan la espalda en busca de un selfie. “Para hacer esto no hace falta ir a París”, concluyó González Cano, quien antes había dedicado sus esfuerzos a mostrar cómo a lo largo de los siglos los artistas han conseguido que los protagonistas de sus pinturas miren de maneras sin igual. González Cano lo atribuye a sus conocimientos ópticos, a depuradas técnicas de aprovechamiento de los reflejos de la luz. Como ejemplo pone a la ya señalada Mona Lisa, al Caballero de la Mano en el Pecho de El Greco, “el campeón absoluto del uso de la reflexión de la luz”, el Retrato de San Antonio el Grande de El Bosco o el Inocencio X de Velázquez. Pero ante todos, en El Prado se queda con uno, “y tiene su gracia que el ser vivo más humano del Prado no sea humano, sino un perro”, señala en referencia a los ojos del Perro semi hundido, de Goya.

Hay veces que lo contradictorio es lo más real. Lo dice un asistente al ciclo que se presenta como una persona invidente, pero poseedora de la mejor mirada. La suya está en el cerebro. Allí le llegan las imágenes limpias “sin distracciones, sin los desenfoques de la vista, que en realidad es el órgano que más distrae. Mirar es sentir y eso se hace dentro de cada uno de nosotros”, concluyó entre los aplausos del público.

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