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OPINION
La Jornada
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Historia de un blog rosa
"Es espantoso leer en pantalla, el libro es mejor en todos los sentidos, pero yo creo que ya deberíamos bajarnos nosotros mismos del pedestal que supone decir que el libro es cultura, o sea, hay libros que son absolutamente espantosos, y cada vez más, cada vez más y son los que más se venden finalmente, y 20 minutos de libro no le hacen mejor a un chico que 20 minutos de televisión según qué sea el libro y según qué la televisión." - Hernán Casciari
POR RODRIGO SOLÍS
ACTUALIZADO 25 DE JULIO DE 2008

Papá se acostó con mamá en una misma cama (supongo), porque por lo general papá dormía en una hamaca. Una cosa llevó a la otra. Nueve meses después (según tengo entendido sin reclamos por parte de papá, a diferencia del tercer y último embarazo de mamá que tuvo que ocultárselo hasta casi el día que se le rompió la fuente), mamá dio a luz a una bola de manteca. Por primera vez mamá cargó a un hijo suyo con una sonrisa pintada en los labios (muy a pesar de haber sido su segundo hijo y de haber batido los records del hospital al parir a uno de los bebés más gordos en sus instalaciones), pues esta vez no tuvo a el niño más feo del mundo como lo fue su primogénito; y no lo digo yo, lo dijo mamá presa de una terrible depresión post-parto (así se justifica ella) al decirle a su mamá que le alejara de su vista a ese niño tan horrible al que dio a luz con tanto esfuerzo. Definitivamente mamá no debió hojear durante tantos meses catálogos de ropitas y cunas para bebé donde aparecían bebés modelos escandinavos de blondas cabelleras y ojos azules como zafiros. 

Horas más tarde en una incubadora del hospital pudo haber concluido esta historia, de no ser porque el papá de mamá (que, paradójicamente, con el transcurrir de los años se convertiría en mi peor enemigo) alertó a las enfermeras de que algo andaba mal con la incubadora, pues las uñas del bebé más gordo del hospital tenían un inusual color morado. La incubadora estaba en perfecto estado, el problema era el inmenso niño que yacía dormido boca abajo, o mejor dicho, sus inmensos cachetes de cuarto de kilo que le cubrían por completo su diminuta nariz de la pequeña Lulú al grado de casi matarlo de asfixia. Cinco minutos más tarde y dos discos cervicales dañados en la columna vertebral de la enfermera, el inmenso bebé dormía boca arriba plácida y sanamente, de lo contrario en el reporte médico hubiera aparecido el primer y único caso de un bebé suicida.

Minutos después, a 192 kilómetros del hospital donde casi fallece un enorme bebé presa de sus propios cachetes, nació P.

P y yo nos conocimos desde la cuna por esos nexos inquebrantables que une la sangre, al igual que un amargado abuelo en común. En una fotografía que podría servir como evidencia de que P y yo éramos unos bebés enormes se ve arruinada por la horrenda cara de un anciano que hace un vano intento por sonreír y concentrarse en sujetarme con una mano y con la otra a P. Al final solo salió la cara del abuelo con un rictus de dolor donde parece estar levantando a un par de cochinitos de sus cuartos traseros.

Pese a vivir en ciudades distintas, P y yo nos frecuentábamos con relativa frecuencia. Ya sea en temporadas vacacionales, puentes y/o fines de semana. Básicamente nos reuníamos para desperdiciar gloriosamente nuestros días. Y fue precisamente en uno de esos gloriosos días desperdiciados de nuestra infancia cuando ocurrió el primer destello de lo que se avecinaría muchos años después.

-Deberíamos comercializar estas caricaturas -le dije a P enseñándole un dibujo.

El dibujo era el de un pato dibujado en una libreta a cuadros Scribe. El pato tenía un disfraz sospechosamente parecido al de Superman (con capa y botas rojas incluidas) que se encargaba de sembrar el terror en Ciudad Muralla en compañía de sus secuaces (otros animales de granja enfundados en trajes también sospechosamente parecidos a los de Flash, Linterna Verde, El Hombre Araña, Batman, etcétera).

P observó la libreta y dijo:

-Creo que tienes razón, hay que comercializarlos. ¿Cuál es el plan?

Meditabundo me asomé por la ventana de mi cuarto para buscar inspiración y la encontré.

-Ya sé –dije-. Hagamos cientos de caricaturas del Súper Pato Asesino y luego las repartimos en todos los buzones de las casas del vecindario. De esta forma, si a los vecinos les gustan las aventuras del Súper Pato Asesino, en el próximo número les cobramos un peso a cada uno, así como hacen los repartidores del periódico –agregué sin tener muy claro el sistema de cobro de los repartidores de periódico.

-Asu, vamos a ser millonarios –dijo P dándose prisa en dibujar a un Súper Pato Asesino con una metralleta entre sus manos.

Dos horas después nos encontrábamos frente a la televisión jugando Nintendo. Súper Pato Asesino y la Liga de Secuaces Asesinos jamás vieron la luz pública. En pocos minutos descubrimos que no era tan sencillo copiar cientos de veces el mismo dibujo. A la quinta copia el Súper Pato Asesino parecía un garabato.

Muchos años después llegó la adolescencia. P se recluyó leyendo libros y viendo películas. Libros y películas extrañas y horribles. Yo en cambio utilicé mi cerebro para almacenar datos completamente inútiles como quién fue el líder de goleo en el Mundial de Uruguay 1930 o saber los nombres de los suplentes y cuerpo técnico del equipo campeón de los Pumas en la temporada 89-90. De ahí que los dos primeros libros que leyera de cabo a rabo fuera uno de Carlos Cuauhtémoc Sánchez que mamá me sonsacó a leer bajo la promesa de que sería un adolescente inteligentísimo, y el otro que fue un regalo de mi primera novia de la cual estaba enamorado como un becerro. Y como yo era joven y estaba enamorado como un becerro y me sentía inteligentísimo porque había leído dos libros decidí regalarle a mi novia un libro, porque ella era una mujer que me llevaba un lustro de edad, porque era esotérica y porque le gustaba leer muchísimo. Así que, el libro que le regalé no fue uno comprado en el Sanborns, no señor, si no uno que durante una semana entera me senté hora tras hora a escribir en una libreta Scribe a rayas, literalmente de mi puño y letra (o casi).

Para impresionarla, decidí que mi primera novela debía ser del mismo grosor que los libros de Paulo Coelho. Así que para engordar el libro le anexé algunas canciones de Fernando Delgadillo (que era el cantante favorito de mi novia y por ende el mío también porque era yo un becerro enamorado) y luego lo mandé a la imprenta y les dije a los de la imprenta que lo imprimieran con letras tipo arial número 16 para que la novela quedara de un volumen aceptable como las novelas de superación personal que se dan a respetar; también, como toda novela que se da a respetar, le agregué en la solapa una fotografía mía donde salgo muy sonriente, justo arriba de una pequeña biografía donde decía que yo había nacido bajo el signo de Acuario y que amaba la vida y que invitaba a todos los hombres y mujeres del mundo a amar y disfrutar la vida como becerros enamorados. Y claro, antes de todo este bonito proceso de impresión, alguien tuvo que realizar el tortuoso tramite de transcribir las casi cien páginas de la libreta Scribe a la computadora. Y ese alguien no fui yo, desde luego, sino P que no durmió durante toda la noche mientras yo soñaba placidamente con el rostro de mi amada dándome besos y rindiéndose a mis pies cuando le diera una novela dedicada única y exclusivamente a su persona (o casi).

Como la novela me salió muy chula, según yo, decidí sacar varios ejemplares, mismos que repartí entre familiares y amigos. Acto que desencadenó que de ahí en adelante nadie me volviera a mirar con los mismos ojos. Ahora era un autor publicado. Publicado y costeado por mi mismo. Dato irrelevante para mamá cuando presumía con sus amistades la fortuna que era tener un hijo escritor.

Mi carrera por esos años fue prolífica gracias a que mi esotérica novia me botó, cambiándome por su mejor amigo, mismo que conocí en unas vacaciones de verano y me dio muy mala espina cuando lo descubrí en más de una ocasión mirándole el culo a mi novia enfundada en su bikini cuando creía que nadie lo estaba viendo y luego tuvo el descaro de decirme que yo era un joven muy afortunado por tener a semejante pedazo de mujer, con todo respeto, porque él era un caballero que respetaba a su mejor amiga desde hacía muchos años.

Amargado, triste y endiabladamente furioso escribí durante navidades consecutivas un par de libros de poemas, todos ellos cargados de odio y rabia hacia la mujer que un día amé como un becerro enamorado. P una vez más se quemó las pestañas transcribiendo los iracundos poemas de la libreta Scribe a la computadora. Todo en una noche porque a mí me gustaba dejarlo todo a para el último momento. Estos bonitos libros de poemas se los envié a mi antigua novia, pero como me parecieron que los poemas estaban bien chulos, imprimí varios ejemplares que repartí entre amigos y familiares. Mamá no cabía de felicidad porque su hijo era ya un autor con varios libros publicados (y sin novia).

Por aquellos días un amigo millonario e influyente, o sea, hijo de un hombre poderoso, al enterarse de que yo tenía dotes artísticas, me platicó de todas sus correrías con muchas mujeres de la hi-life, que por esas cosas que tiene el espacio y el tiempo de un casanova, todas coincidieron en un mismo lapso, así que me propuso que les escribiera a cada una de ellas primero cartas de amor y luego cartas jurándoles amor eterno cuando las bellas chicas enamoradas empezaban a sospechar que su gentilhombre compartía caricias y otras cosas con otras cortesanas. Mi recompensa por redactar aquellas cartas fue cuando conocí en carne y hueso a una de las chicas a la que le escribí muchas cartas bajo otro nombre. Ella fue como un libro abierto para mí, sabía todo lo que le gustaba y lo que no, por eso ella me decía asombradísima que parecía un especie de adivino (o más bien un hombre con el que había vivido en otra vida), y yo para no ser descubierto le daba muchos besos y le decía que el hombre solo tiene una vida en la Tierra y que al morir nos apagamos como un televisor fundido.

Pasaron los años y me enrolé en un importante corporativo y mamá fue la mamá más feliz del mundo, y luego renuncié a ese importante corporativo porque decidí que había llegado el momento de ser un escritor profesional y Mamá dejó de ser la mamá más feliz del mundo y nunca más volvió a mencionar en sus mutualistas y reuniones con señoras importantes e influyentes que tenía un hijo escritor. P por su parte fue el único que me palmoteó la espalda y me dijo que él me ayudaría a mejorar mi estilo como escritor. Empecé a escribir una novela y descubrí que no era tan sencillo como parecía, tal vez fuera porque ya no era un becerro enamorado. Así fue que probé escribir cuentos cortos y artículos donde despotricaba contra un mundo horrible y tenebroso. Y como los cuentos cortos y los artículos donde despotricaba contra un mundo horrible y tenebroso me salían bastante chulos, aproveché las bondades tecnológicas del mundo horrible y tenebroso y me dediqué a robar las direcciones de todas las cadenas que me llegaban a mi correo electrónico con pornografía infantil, fotos de gatitos, frases de Paulo Coelho e imágenes de Jesucristo, etcétera, con el fin de iniciar mi propia cadena de correos. Mis cadenas-artículos empezaron a llegar hasta las computadoras de personas que vivían en latitudes insospechadas, y muchos de ellos se tomaron la molestia de reenviarlos de vuelta agregándole una serie de palabrotas que ofendían seriamente a mi progenitora (entre ellos mis ex novias y amigos que aparecían bajo otros nombres en las historias).  

-Yo sí que le veo futuro a esto -dijo P.

Así fue que P montó un blog en el ciberespacio con todos los escritos que yo había escrito y que él había corregido de garrafales faltas ortográficas y sintácticas.  Por azares del destino gente de diferentes puntos del país y de otras latitudes continentales empezaron a visitar el blog, y el comentario general de los lectores fue que el blog era muy aburrido porque solo había letras, que era necesario que en el blog hubiesen dibujitos, videos y de ser necesario escritos de calidad, porque los míos eran una porquería.

P y yo llegamos a la conclusión de que los comentarios de esos bondadosos extraños eran desinteresados y cargados de una verdad apabullante. Así fue que nos mudamos a otro blog donde podíamos meter videos, dibujitos y otras funciones que fueran del agrado de gente que no conocíamos. P se encargó de crear y embellecer el blog con tonos color rosa que desde su primer día en el ciberespacio generaron gran controversia y escándalo en los no pocos lectores machísimos que lo visitaron. Todo estaba listo para que el blog fuese un éxito, sin embargo faltaba lo más importante: los videos, los dibujitos y los escritos con contenido. Así fue que se me ocurrió que si yo era un pésimo caricaturista y un pésimo escritor y un pésimo buscador de videos chistosos, debía encontrar a gente que supiera hacer caricaturas, escribir y buscar videos graciosos.

No tuve que buscar mucho porque casualmente tres de mis mejores amigos se dedicaban básicamente a lo que estaba buscando. Uno dibujaba dibujitos bien bonitos, otro escribía escritos bien profundos y el otro era un experto en buscar videos en el YouTube muy divertidos.

A un año de la fundación del blog rosa que titulamos Pildorita de la Felicidad (nombre que surgió en honor a un libro que nunca le entregué a una amiga de la cual estaba perdidamente enamorado en la universidad y que desde luego jamás me hizo caso), P y yo básicamente seguimos haciendo lo mismo que cuando teníamos seis años: jugar Nintendo mientras buscamos el mejor medio de cómo comercializar ideas (propias y ajenas) que puedan ser del agrado en la vida cotidiana de nuestros vecinos y desconocidos que nos rodean y que buscan matar las horas de aburrimiento en sus trabajos que secretamente aborrecen.

No sé por qué, pero luego de ver que podríamos llenar el Estadio Azteca con los más de ciento cincuenta mil extraños que nos han visitado (y amenazado de muerte), tengo la ligera sospecha de que por primera vez estamos haciendo algo de provecho con nuestras desperdiciadas y vacías vidas.

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