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ACTUALIZADo 28 de ABRIL de 2009
Secuelas de un encuentro de escritores
Bastante interesante…ah
por Rodrigo Solís
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1
Tal como supuse al ser despertado muy temprano en la mañana por unos insistentes pitidos del teléfono, los siguientes dos días fueron un calvario en aquel esperpéntico encuentro de escritores.

-Maestro, le estamos esperando todos en el lobby –dijo una voz femenina fingiendo cortesía al otro lado de la línea-. Procure bajar a la brevedad posible, tenemos una visita programada a la biblioteca pública. No querrá perdérsela.

Con dificultad salí de la cama. Unas punzadas aguijonearon mi frente y nuca. Tuve que sostenerme de la cabecera de la cama para no irme de narices sobre el colchón vacío de la cama de Ricardo Rueda. Maldije a Ricardo por no despertarme. Lo imaginé acicalado y perfumado, jugo de naranja en mano, esperando junto con todos los demás escritores con su mejor cara de indignación a que yo, el divo campechano, despertara de su séptimo sueño.

2

Las puertas del elevador se abrieron. Ante mis ojos apareció una veintena de personas, todas ellas con gafetes colgando del cuello, olorosos y bien bañados.

-Maestro, ¿y su gafete de participante? –me abordó con el rostro consternado la directora de cultura de Villahermosa, haciendo toda serie de ruidos con sus pulseras, collares y tacones sobre el bien encerado piso del hotel.

-Creo que está en mi maleta –respondí con mi mejor cara de niño de primaria que olvidó su tarea en casa-, puedo ir por él ahora mismo.

-No se preocupe, maestro –dijo la directora de cultura con el rostro adusto, intentando con poco éxito encarnar a la amabilidad hecha mujer-. Mejor nos vamos yendo, que ya se nos hizo tardísimo.

Miré el reloj de la recepción. 9:15 a.m. Una locura ir a una biblioteca pública a esa hora o a cualquiera. Nos subieron a todos los escritores y organizadores del evento en dos camionetas. Todos parecían muy emocionados. Sus gestos y cháchara entusiasta me resultaron vomitivos. A tal grado que (la cruda infernal me estaba matando) estuve literalmente a segundos de convertirme en Linda Blair en El exorcista de no ser, a Dios gracias, a que la biblioteca resultó estar a cinco minutos del hotel.

-Estás pálido –me dijo una escritora del DF que representaba al Estado de Veracruz -¿Te sientes bien?

Asentí con la cabeza.

Al reunirnos con la otra comitiva de escritores a las puertas de la biblioteca pública descubrí que Ricardo Rueda no apareció. Pregunté por su paradero pero nadie supo siquiera quién era ese tal Ricardo Rueda. Me estremecí. Estaba completamente solo en mitad de tantos intelectuales.

3

Entramos a la biblioteca pública. Nunca antes había estado en una biblioteca tan grande y fea. En realidad fue hasta que un escritor de Chiapas me preguntó si la biblioteca pública de Campeche era igual de grande, descubrí que nunca en mi vida había entrado a una.

-Sí, mucho más grande –inventé-, y con acabados de primera.

-¿Y qué tal el surtido de libros? ¿Tienen muchos autores locales? –me preguntó otro escritor chiapaneco que se integró muy interesado a la plática.

-Sí, muchos –dije intentando ocultar mi terror.

-Me encantaría visitarla, siempre he tenido una duda sobre la obra de Juan de la Cabada que tal vez pudieras responderme…

-Disculpen, ahora regreso. Voy al baño –salí huyendo.

Al salir del baño comenzó el verdadero martirio.

-Un pequeño regalo de la biblioteca pública de Villahermosa, maestros –dijo la directora del instituto de cultura.

Acto seguido dos de los coordinadores del evento empezaron a repartir a cada uno de los participantes una bolsa con las obras completas de Andrés Iduarte.

Todos rompieron en aplauso. Una escena conmovedora que casi me hace salir huyendo de nuevo hacia los baños.

-Tenga, maestro –me dijo uno de los coordinadores al descubrirme detrás de un grueso pilar de concreto, entregándome una pesada bolsa llena de libros-. ¿Le gusta el maestro Iduarte?

-Uno de mis favoritos –mentí e intenté visualizar el primer bote de la basura para arrojar la pesada carga que tenía entre manos.

4

Recorrimos hasta el último rincón de la biblioteca. Es decir, toda la mañana anduvimos de pie siguiendo a paso de tortuga a nuestro guía, un hombre octogenario que milagrosamente se mantenía en pie y que no dudaba en detenerse en cada anaquel de libros que podía (sospecho para no morirse de asfixia) a petición de todos los escritores que con caras resplandecientes observaban uno a uno los libros como si se tratara de revistas pornográficas.

Para evitar desfallecer de aburrimiento, mi estrategia fue perderme mirando el río Usumacinta que corría con sus caudalosas aguas al otro lado de los ventanales de la biblioteca. Imaginé una y otra vez qué ocurriría si llegase a desbordarse. Sobretodo cuando el viejecito dijo que en la planta alta estaban resguardados y muy a salvo los libros invaluables de la biblioteca.

-¿Podemos verlos? –suplicó algún imbécil.

-Un honor mostrárselos, maestros –dijo el guía.

El horror continuó. El viejo nos llevó a la segunda planta.

-En aquella sección de allí –dijo el viejo-, podrán encontrar todos los libros que pertenecieron a la biblioteca personal de Julio Torri.

Los escritores corrieron como niños dentro de una confitería.

-¡Oh, por Dios, mira este libro!

-¡Oh, santo cielo!

-¡No puedo creer que tengan este!

Patéticas exclamaciones por el estilo mientras husmeaban, hurgaban e intentaban leer aquellas primeras ediciones de libros en idiomas que obviamente no dominaban. Un espectáculo enfermizo. Y perturbador también, porque justo cuando perdí nuevamente la mirada y mis pensamientos en el ventanal que daba al río Usumacinta, una voz cavernosa me sacó de mis apocalípticas fantasías:

-Una belleza, hermoso como igualmente peligroso -dijo el viejo como si tuviera poderes telequinésicos para leer mi mente-. No hay nada de qué preocuparse, maestro, como le dije, por eso tenemos los libros importantes en la planta alta, sólo una verdadera tragedia haría que el nivel del agua subiese hasta aquí.

Por supuesto, mil y un imágenes de feroz e incontrolable agua putrefacta inundaron mi mente subiendo las escaleras hasta tragarse todos los libros, incluido el viejo que moría ahogado estúpidamente intentando detener lo inevitable.

5

El almuerzo fue breve. Un pequeño infierno en la Tierra. La recapitulación vivida en la biblioteca a varias voces acompañada de un bistec y una Coca-cola. No hubo tiempo ni siquiera para dormir la siesta, al parecer no figuraba en el cronograma de actividades. Lo que a continuación siguió fue que nos encerraron de nuevo en el teatro como el primer día para tener el privilegio de escucharnos a nosotros mismos durante una maratónica jornada de 4 horas ininterrumpidas.

En esta ocasión, para sobrevivir, concentré mis cinco sentidos en las torneadas piernas de las edecanes. Compadecí a aquellas pobrecillas almas en pena que tenían que ganarse la vida sonriendo en un evento tan nefasto.

Según el programa de actividades todos los participantes tenían como máximo 5 minutos para compartir sus creaciones literarias con el auditorio. Naturalmente, sólo en teoría, pues no ha nacido aún el escritor sobre la faz de la Tierra que no ame escuchar su propia voz salida de un micrófono. Siendo así, todos leyeron varios capítulos y/o poemas de sus novelas y/o poemarios publicados en editoriales de sus respectivas ciudades de origen, sin que el moderador, un guiñapo sin los arrestos suficientes, los pudiese mandar a callar apenas rebasaran los cinco insufribles minutos con un segundo.

A diferencia del primer día, yo sería el último en tomar la palabra, eventualidad que francamente me tenía por demás inquieto, pues sobra aclarar que era el único escritor del evento sin ser publicado en alguna editorial. Siendo así decidí leer un texto donde relataba una de mis tantas desgracias amorosas. Una en la que mi degenerado suegro intentó con su camioneta último modelo cegar mi vida en un callejón.

En mi afiebrada imaginación soñé con que tal vez el público se descosería en aplausos al término de mi lectura. Por ello decidí que era necesario imprimirle a la historia toda suerte de efectos de sonido, desde el motor asesino hasta las llantas chirriando contra el pavimento, sin olvidar mi vertiginosa caída sobre el capirote de mi volcho que casi me disloca el hombro.

6

-Un aplauso para el representante de Campeche –dijo horrorizado el moderador de la mesa cuando terminé de leer.

Al parecer las edecanes fueron las únicas que reconocieron mi talento literario, pues sólo ellas se animaron a seguir las instrucciones del moderador, aplausos que de inmediato tuvieron que suspender al ser reconvenidas por las miradas que el público les arrojó reprobando su efusividad hacia mi lectura.

Luego llegó la ronda de preguntas y respuestas del público. Por fortuna fui el único participante al que ignoraron, salvo por una señora que me abordó horas más tarde en la puerta del hotel.

-Un consejo –dijo la señora mirándome bajo su hombro-, la palabra aparcar jamás debe ser utilizada por un joven del sur.

-Enterado –dije humillado, pues según la vieja loca aparcar es una palabra anglosajona que única y exclusivamente le es permitida a los escritores que viven en la frontera de los Estados Unidos.

-Es sólo un consejo –dijo la señora elevando la voz para asegurar que su perorata lingüística fuera escuchada por todo el comité de escritores que la rodeaban y aprobaban con un meneo de cabeza de arriba a abajo como si todos fueran unos malditos pavos de engorda comiendo migajas del suelo.

-Se lo agradezco –dije y luego que vi partir a la señora le susurré a un escritor local algún improperio acerca de la vieja pomposa, comentario que provocó en mi oyente una mueca de espanto.

La señora resultó ser la poetisa más famosa de Villahermosa, además de la esposa de un afable, encantador y mítico anciano que nos torturó el tercer y último día en el teatro relatándonos hasta el infinito y más allá cómo escribió sus decenas de libros insufribles.

7

Salvo el incidente de la poetisa superestrella, en resumidas cuentas puedo decir que la mayoría de los participantes quedó encantada conmigo. Lo único que tuve que hacer para granjearme su aprecio fue seguir mintiendo cuan largo fue el último día del encuentro, es decir, jurarme seguidor de todos los escritores que ellos admiraban y leían. Por ejemplo, imitar a todos los que ponían los ojos vidriosos de la emoción al escuchar las remembranzas de la vida y obra de Carlos Pellicer y José Gorostiza mientras nos daban un paseo por las avenidas principales de la ciudad en un escandaloso camión de dos pisos descapotable de turistas. Trayecto en el que por fortuna pude entretenerme observando desde las alturas a los transeúntes que fácilmente podían ser confundidos con ratas y zarigüeyas panzonas erguidas en dos patas, prófugas del museo regional de antropología Carlos Pellicer.

8

De vuelta en casa, vivo de milagro, estoy dispuesto a entregarme a la rutina: Pedro, absorto frente a su monitor de no-sé-cuántas pulgada baja una selección de películas ganadoras de los festivales europeos más pretenciosos mientras me dejo arrullar placidamente en mi hamaca, ignorando que una peligrosa nube negra, quizás no tan negra y tan peligrosa como las que empiezan a formarse sobre toda la ciudad de Villahermosa (en los noticieros temen lo peor), se cierne sobre mi cabeza.

En las oficinas de CONACULTA en el DF, uno de los directores editoriales relata la historia de cierto mamarracho que conoció en su viaje a un encuentro de escritores en Villahermosa, dando calculadas instrucciones a su consejo editorial de que le contacten en el acto para publicar cierto escrito que sin duda aparecerá conmocionando a la comunidad intelectual en el siguiente número de la revista, y chasqueando los dedos en un arrebato de inspiración sublime, sabe que tiene el título perfecto para el escrito, mismo que podrá verse (incluso a una distancia considerable en los aparadores de revistas) en letras mayúsculas en la portada.

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