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ACTUALIZADo 4 de FEBRERO de 2009
Una novela para Valentina
Le digo a Valentina que me acompañe a la librería. Valentina abre los ojos grandes, sorprendidos, como si de mi boca hubiese salido un absurdo, un imposible
por Rodrigo Solís
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1

Valentina está en los huesos. Tiene ojeras, su rostro ha sido mancillado por el cansancio (sospecho que también por sustancias que afirma haber dejado de consumir) y por unos cuantos granos rojos de adolescente. Sonríe con su cara pálida, vampiresca, pegada a mi brazo. Me dice que tiene frío. Que la pista de patinaje le da frío. Por eso nunca se ha animado a meterse a patinar sobre el hielo, por el frío y porque le da pena que todos los mirones que se acodan alrededor del acrílico de la pista se burlen de ella si llegase a resbalar. Todo esto lo ha dicho con palabras cortas, monosílabos separados unos de otros con breves silencios, mientras siento el débil calor que emana su flacucho cuerpecito que es casi del grosor de mi brazo, del cual se resise a soltarse.

Le digo a Valentina que me acompañe a la librería. Valentina abre los ojos grandes, sorprendidos, como si de mi boca hubiese salido un absurdo, un imposible. Valentina me pregunta si en verdad hay librerías en los centros comerciales, que nunca antes había escuchado una locura semejante. Yo le digo que sí. Que siempre han existido las librerías dentro de las plazas. Ella se ríe y me mira con ojos traviesos que agradecen que no me burle de su descuido.

-A ese viejo yo lo conozco –me dice Valentina señalando una fotografía enorme que tapiza la pared del fondo de la librería.

-Es Gandhi –le digo-. Es idéntico a mi abuelo.

-Ah –exclama ella, levantando los ojos y leyendo el nombre de la librería-. Con razón.

Para no aburrirla, voy de inmediato con un joven dependiente y le entrego un papel con los nombres de un par de libros que me han encargado. En Campeche sólo hay dos o tres librerías, pésimamente surtidas.

-¿Son libros que vas a regalar? –me pregunta Valentina mientras el joven dependiente revisa en la base de datos de la computadora si tiene los libros.

-Sí, son para regalar –miento, mi primo me dio el dinero.

Valentina se desliza por los estantes, curiosa. Parece un cachorrito que acaba de ser llevado a una nueva casa. Duda. Parece olfatear antes de atreverse a dar un paso. Le digo que más adelante hay un estante con discos y revistas de cotilleo. Me ignora y se detiene en un estante de libros. No se atreve a tocarlos. Sólo los mira, sorprendida de que existan tantas portadas de diversos colores, tamaños y texturas reunidas en un mismo sitio. Quiero creer que no es la primera vez que Valentina entra a una librería. Sospecho estar equivocado. Me siento orgulloso. Un hombre mejor.

2

En mitad de una parrillada argentina (argentina por los chorizos, cortes, cocinero y comensales argentinos que se aglutinan alrededor de la parrilla), Rodrigo, mi mejor amigo al cual llevaba más de dos años sin dirigirle la palabra, hasta el día de ayer que fue el bautizo de su ahijada (hija de Vicky y de Alfredo, argentino), me pregunta si deseo acompañarlo al ADO a buscar a su novia Verónica que viene de pasar unos días en Playa del Carmen. Le digo que sí. Que sería un placer acompañarlo.

-Viene con Valentina –me dice.

-Me da igual –digo sorbiendo una lata de cerveza.

El camión va retrasado. Por fortuna Rodrigo, hombre previsor cuando se trata de intoxicar al cerebro, sustrajo de la nevera varias latas de cerveza, que bebemos sentados en los asientos de su auto deportivo nuevo. Rodrigo me dice que está estudiando para piloto. Él sabe que yo lo sé porque hace cosa de unos meses me lo platicó en un e-mail que no me tomé la molestia de responder.

-¿Quieres ver el video? –me pregunta.

Respondo que sí. Rodrigo saca su celular, pulsa unos botones y en la pantalla aparece la imagen de un pletórico mar turquesa. Ruidos de turbinas. Una isla enorme que da la ilusión de aproximarse peligrosamente hacia la pantalla del celular.

-Escucha –me dice Rodrigo.

Una voz que no es la de Rodrigo suelta una retahíla de improperios. El ruido de las turbinas se agudiza acallando las palabrotas. En la pantalla se ve el cielo azul, nubes blancas y de nuevo el inmenso mar turquesa a lo lejos.

-Casi se caga mi maestro –me dice Rodrigo-. Sólo quería ver Cozumel de cerca.

Tomo nota mental de no olvidar preguntar antes de abordar un avión el nombre del piloto.

3

Dos años atrás. Mérida. En una disco llamada Infierno aparecieron dos ángeles esbeltos.

-Mira, me está mirando –dijo Rodrigo.

-Vas –dije yo.

Ninguno de los dos se movió de la mesa. Pedimos varias cervezas. Nos emborrachamos. Hablamos de lo cobardes y patéticos que somos por ser incapaces de permanecer sobrios a la hora de abordar a una mujer.

-Hola –le dije a una de las chicas.

-Hola –dijo ella.

Quedé mudo. Ella sonrió. Su sonrisa me dio valor para preguntarle su nombre. Su edad. La licenciatura que estudiaba. Estaba claro que era un imbécil, sobrio o ebrio, daba igual. Sin embargo, ella sonreía a cada una de mis preguntas. Me dijo que se llamaba Valentina, que odiaba la escuela, que no estudiaba ninguna licenciatura porque aún cursaba la preparatoria. Me escandalicé (disimuladamente) de que fuera menor de edad y luego me excité (también disimuladamente), y más me excité (quizás ya no tan disimuladamente) cuando apareció a su lado otra adolescente que era su viva imagen salvo por el vestido negro con bolitas blancas que llevaba encima.

-Ella es Verónica –dijo Valentina.

-¿Son gemelas? –pregunté lo evidente porque como dije, soy un perfecto imbécil sobrio o ebrio, da lo mismo.

-Sí –dijo Verónica muy sonriente.

Me sorprendió que no se burlaran de mí. Supuse que era mi día de suerte y que nada podía salir mal.

-Quiero presentarles a alguien –les dije a las dos risueñas jovencitas apuntando con el dedo índice hacía mi mesa-. También es mi gemelo.

4

Valentina se entretuvo varios minutos hojeando un libro de pasta gruesa con forma de pastel, de hojas de cartón (también con forma de pastel) con recetas para cocinar pasteles que venían ilustrados con fotografías de pasteles.

"Pasteles para niños", leí en la portada. Con sigilo verifiqué el precio en la contraportada, deslicé el libro en forma de pastel sobre la caja, el cajero me miró con lástima, le entregué un billete de 50 pesos, él me entregó mi cambio en varias monedas de 50, 20 y 10 centavos.

-Para que me cocines uno en mi cumpleaños –le dije a Valentina.

5

Mamá entró una noche llorando al cuarto. "Rodrigo está en el hospital", me dijo. Empaqué mis cosas. La mamá de Rodrigo, que es como mi mamá, estaba devastada. Fue a la capilla y rezó mil rosarios a pesar de haber estado alejada de Dios durante muchos años. Rodrigo sobrevivió milagrosamente a un derrame cerebral ocasionado por una contusión que nadie vio. Lo encontraron tirado como un perro en mitad de un callejón, justo en medio de dos antros gigantescos de la zona hotelera. Rodrigo trabajaba como animador de las discos, es decir, convenciendo gringos para que despilfarrasen todos sus dólares en una barra libre so riesgo de quedar ciegos, entre otras cosas. Al salir de un coma breve, Rodrigo dijo no recordar nada. El doctor recomendó que algún familiar o amigo muy cercano a él lo acompañara en todo momento durante la rehabilitación. Rodrigo corría el riesgo de perder la memoria o volverse agresivo con los medicamentos. Me quedé un mes a su lado. Rodrigo no perdió la memoria ni se volvió agresivo, siguió siendo el mismo de siempre, risueño y burlón. Cuando lo llevaba al hospital a sus chequeos diarios, por esas calles enrevesadas e idénticas de Cancún, Rodrigo fingía perder la memoria y volverse loco para que yo me angustiara y no pudiera llegar con facilidad al hospital.

Durante ese mes, mientras Rodrigo dormía la mayor parte del día, me entretuve investigando los correos electrónicos de editores de periódicos y revistas. Les envié algunos cuentos y artículos a sabiendas que era un náufrago arrojando botellas de auxilio en el mar.

Valentina me mandaba e-mails preguntando cuándo regresaba a Mérida. Me extrañaba. Quería verme. Mantuvimos la llama ardiente de nuestro noviazgo escribiéndonos cochinadas inenarrables que llevaríamos a cabo apenas nos viéramos. Valentina tenía una gran imaginación. Estuve tentado a empacar mis cosas y regresarme a Mérida mientras mi mejor amigo dormía.

6

Verónica llegó a Cancún de sorpresa a visitar a su novio Rodrigo. Valentina también. Al bajar al estacionamiento de los departamentos, Verónica corrió a los brazos de Rodrigo. Valentina, con la mirada extraviada, como si estuviese sorprendida de verme allí, se quedó en los brazos tatuados de un sujeto con gafas oscuras que la sujetaba de la cintura. El rufián me miró altivo. Tomé del brazo a Valentina. Me la llevé al ascensor y pulsé un botón al azar. Valentina se tambaleaba carcajeándose. Le pregunté que qué le pasaba y ella no me respondió, se limitaba a reír como el Guasón. Enloquecida. Parados uno frente al otro, en la azotea de los departamentos, la sujeté de los hombros y la zarandeé. Valentina no paraba de reír.

-Eres una basura –le dije.

Valentina al instante cesó en sus risas. Quedó petrificada como una estatua. Me miró por un segundo y sus ojos se humedecieron. Nunca antes la había visto siquiera estar triste. Se abrieron las puertas del elevador. Apareció Rodrigo.

-El tipo de abajo dice que si no bajas con Valentina en un minuto sube a matarte.

7

El rufián me manda mensajes al celular, correos electrónicos y escribe comentarios en mi blog amenazándome de muerte y afirmando que soy un escritor sin talento.

Valentina me dice que Fernando no es malo, que es su novio y que lo ama mucho. Que es mentira que sea un drogadicto y un dealer, lo de consumir y repartir drogas sólo lo hace por diversión porque él es muy divertido y yo un amargado.

Rodrigo me dice que Fernando no es tan malo como parece. Es sólo un hijo de papi. Que no me azote, man, que no es para tanto y que por favor lo lleve a la plaza para que pueda reunirse con Verónica y Valentina, pues Fernando no tarda en pasarlos a buscar para irse el fin de semana a su casa de la playa en Progreso.

8

El mesero pone sobre la mesa un chocolate caliente.

-Eres un abuelito –me dice Valentina.

Sonrío porque Valentina dice la verdad. Miro a unos niños patinar sobre la pista de hielo. Valentina sorbe un inmenso capuchino. Me dice que terminó con Fernando porque estaba loco.

-Quién se lo hubiera imaginado –digo.

Valentina sonríe. No siente culpa. Me cuenta que quiere irse a vivir a Playa del Carmen. Ser libre. Más de lo que es ahora. La animo para que se vaya a vivir a Playa. Pero que primero debe aprobar la materia que ha reprobado mil y un veces y que le impide graduarse de la preparatoria. "No puedo, soy muy tonta", dice y luego se ríe. Me río con ella. Me pregunta si estoy escribiendo algo. Le respondo que sí. Una novela. Ella se entusiasma y me pregunta cómo se llama la novela. Le digo que Valentina. Valentina me mira y me dice: "como yo". La miro y le digo que sí, que se llama como ella. Me pide que le platique un poco de la novela. Le digo que básicamente trata de una adolescente menor de edad, flaca como un somalí, que tiene una hermana gemela malvada que le hace la vida imposible y un ex novio escritor que, herido por ser cambiado por un dealer, la acusa con su mamá de que tiene problemas con las drogas.

-Me suena familiar la historia –dice Valentina divertida mientras sumerge los labios en una montaña de crema batida.

Me quedo callado observándola. Ella me anima a seguir con la historia. Que le cuente qué más cosas pasan en la novela. Le digo que Valentina es enviada a una inmunda clínica de rehabilitación donde es violada y sometida a sórdidas vejaciones, de donde logra escapar y en venganza, justo el día de la presentación del libro de su fracasado ex novio escritor, brinca desde las butacas de un auditorio casi vacío y lo apuñala con un picahielo hasta matarlo. Uno de los espectadores graba la macabra escena en su celular y la sube al YouTube. Cientos de miles de personas ven el video en sus computadoras y por morbo salen a comprar el libro del difunto escritor sin talento. Fin.

Valentina abre los ojos enormes, deja de lamer la crema batida de su capuchino y me mira a los ojos.

-Yo nunca te mataría… –me dice muy seria-. No de esa forma.

9

Verónica tiene una mirada asesina.

-No es mi culpa que se haya retrasado tu camión –le dice Rodrigo.

Valentina luce en los huesos pero radiante. Con una sonrisa enorme.

-Hola niño –me dice brincando a mis brazos-. Cuántos siglos.

-Miles –le digo.

Verónica le dice a Rodrigo que no lo quiere volver a ver. Que han terminado. Que no puede creer que no la haya invitado al bautizo.

-¿Soy solo tu puta o qué? –le pregunta.

Rodrigo queda en silencio un par de segundos y luego dice algo que no logro escuchar porque me voy con Valentina a un Oxxo a comprar una botella de agua.

10

Valentina se detiene frente a una guardería. Tras el cristal se ve una piscina llena de pelotitas de muchos colores. Un puente de madera que cuelga de un segundo piso. No hay ni un niño jugando, sólo dos empleadas bastante jovencitas sentadas en unas sillas de plástico con caras soñolientas.

-¡Mira! –exclama Valentina.

Su dedo apunta a un cuarto donde hay disfraces de todas las princesas de Walt Disney: La Bella Durmiente, Blanca Nieves, La Bella, Cenicienta, La Sirenita. Valentina no puede reprimir unos saltitos. Sus ojos se ponen enormes.

-Eso no había en la guardería donde trabajaba –me dice melancólica.

Hace dos años, cuando le pedí a Valentina que fuera mi novia, lo hice precisamente en la guardería que ella mencionó. Ella vestía un uniforme compuesto por unos jeans y una camisa horrenda y muy masculina color azul marino. Tenía la cara adormilada y el pelo amarrado en una coleta. "Qué extraño eres", me dijo y luego dijo que sí, que sí quería ser mi novia porque era una forma original de pedirle noviazgo, pues ahora recordaría con cariño la guardería que odiaba (misma que abandonó tiempo después para incursionar como bailarina en un putero).

-Sólo pueden entrar niños –me dijo una de las chicas que atendían la guardería cuando le dije a Valentina que entrara al cuarto de disfraces de las princesas.

-Toma –le di un billete de 200 pesos a la chica.

La chica me miró raro, dudando si agarrar el billete que le extendí, y luego le dije que mi amiga tenía cáncer terminal y que su sueño antes de morir era el de ser una princesa. La otra chica miró a Valentina, tomó el billete y dijo:

-Pasen, pero que sea rápido. No quiero que me corran de mi trabajo.

-¿Cómo me veo? –me preguntó Valentina, muy seria.

El traje azul pastel de Cenicienta le quedaba holgado de la espalda y el pecho, al igual que los guantes de lycra que le llegaban hasta los codos; la falda con varios pliegues transparentes en realidad parecía un tutú de ballet que dejaba al descubierto sus muslos, rodillas y pantorrillas flacas como palos de escoba.

-Como una princesa –le dije poniéndole en la cabeza una tiara de diamantes de fantasía.

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