archivo ENVÍE SU OPINIÓN AVISO DEL MEDIO  
ACTUALIZADo 10 de MARZO de 2009
El maestro del baile
“Quien no sabe bailar dice que los tambores no sirven para nada.” - Proverbio ganés
por Rodrigo Solís
Texto más grande Texto más pequeño Texto más grande Texto más pequeño Texto más grande

1

Cuando tenía doce años, en el umbral de la adolescencia, odiaba ser tan tímido. Mi timidez me venía desde muy pequeño, de una época en donde mi hermano y mis primos mayores vapuleaban con apodos y burlas hirientes a todo miembro de la familia que osara demostrar cierta afición, arrojo o talento por cualquier manifestación de las artes, en especial, el canto o el baile.

Mi primo Efraín cometió el error de declararse amante de la actuación. Y lo pagó caro. Un día, de buenas a primeras, Efraín se convirtió en tartamudo. Alarmados, mis tíos lo llevaron al psicólogo para descubrir el motivo de su repentina tartamudez. Luego de un mes de terapia sin resultados esclarecedores, Efraín fue inducido a una sesión de hipnosis y la escalofriante verdad salió a la luz: una melancólica tarde de otoño, en mitad de un América contra Pumas, Efraín se paró frente al televisor, aceptó su destino y, encarando a todos sus primos, les dijo que los invitaba a una obra musical de su escuela. Y no sólo eso, sino que Efraín, un valiente (o quizás un estúpido, todo depende del cristal con que se le mire) se aventuró a cantar una de las canciones que interpretaría en el teatro de su colegio, pues lo habían elegido ni más menos que como protagonista gracias a sus dotes insospechados para el canto y baile. Estupefactos, todos vieron a Efraín zangolotearse inspiradísimo, meneando tanto caderas como las extremidades superiores e inferiores, delante de Antonio Carlos Santos justo cuando el brasileño desparramó a dos defensores sobre el césped y marcó el cuarto y definitivo gol con el que las Águilas del América doblegaron una vez más a los Pumas de la UNAM en el Estadio Azteca.

-No puedo creer que le hayan metido un cepillo en el culo a su primo –les gritó tía Norma a todos sus sobrinos.

Manolo y René, los primos mayores, argumentaron amnesia y locura temporal por culpa del antiamericanismo que profesaban orgullosos. Todos los demás primos confesaron que Efraín era un maricón (probablemente culpa de su americanismo) y que emocionado por el gol de Antonio Carlos Santos, les pidió de rodillas y luego bajándose los pantalones (algo que tomó por sorpresa a todos) que le metieran un peine en el culo, y no cualquier peine, si no uno de esos peines para rizar el pelo de las mujeres, de los que tienen cerdas alrededor de toda la cabeza del cepillo, y que le dieran vueltas en su cavidad anal como si estuvieran batiendo chocolate.

-Lo siento tía, Efraín es aficionado al teatro y al América, está clarísimo que tenía que ser puto –sentenció mi primo Andrés.

2

Verdad o fantasía, ésta era una de tantas historias familiares que mi hermano y mis primos mayores me contaban con orgullo, mismas que cualquier psicólogo diría fueron la causa de mi timidez cuando era niño, y que me persiguió en la adolescencia y aún ahora que soy adulto. Una timidez que fructificó (para beneplácito de mamá) en toda suerte de medallas de primer lugar en buena conducta en la primaria católica donde estudié, pero que, sin embargo, con los años (cuando mis papás me cambiaron a un colegio mixto) se transformó en una pesada lápida de la cual intenté despojarme de una vez por todas cuando unos amigos del salón me invitaron a formar parte de un grupo que participaría en el famoso baile de Carnaval del Club de Golf la Seiba; bailable donde grupos formados por jovencitos de entre trece y dieciocho años de edad bailaban frente a centenares de personas que atestan los clubes más exclusivos de la ciudad por esas fechas.

-Primero muerto –le dije a mis compañeros.

-No seas aguado, será divertido –insistieron.

Desde luego mis carnavaleros compañeros lejos estaban de sospechar que mis palabras no eran ninguna exageración. Mi vida estaba en riesgo si decidía salir en un festival meneando el esqueleto frente a una bola de mozalbetes y padres de familia orgullosos de que sus hijos finalmente brillaran en sociedad. Sin embargo, mi negativa se vio resquebrajada cuando me enteré de que Maria Fernanda, la niña más guapa de todas las primarias del mundo, bailaría en el grupo al cual me ofrecían ingresar, además de que los ensayos serían todas las noches en su casa.

-Bueno, acepto... –dije, ingenuo y olvidando por un segundo que la espada de Damocles pendía peligrosa sobre mi cabeza- pero eso sí, sólo si salgo hasta atrás, donde nadie pueda verme.

3

Los ensayos se realizaron en el inmenso patio de la casa de los padres de Maria Fernanda, en la colonia Campestre, y fueron dirigidos bajo la escrupulosa y metódica supervisión de Tavo, un joven aspirante a rapero profesional, cuyo sueño era ser tan famoso como Calo, el único y más celebre rapero de México.

Tavo se encargó de cumplir al pie de la letra mi único deseo, y no porque Tavo fuera un fanático de conceder deseos, sino porque a diferencia de mi primo Efraín, resulté ser tan mal bailarín que de inmediato fui ubicado hasta el fondo y en una esquina de todo el grupo de baile, donde nadie pudiera percatarse de mis poco gráciles movimientos.

-Este niño no baila ni queriendo –dijo Tavo una noche harto de intentar sin éxito que yo realizara el paso de “el corredor”.

Fueron dos horas interminables tanto para el maestro como para el alumno, en el que el alumno no podía emular al maestro: poner el pie derecho en escuadra al frente y arrastrarlo hacia atrás al mismo tiempo que debía levantar la pierna izquierda y ponerla en escuadra al frente, así sucesivamente intercalando las piernas con el empuje y arrastre al ritmo de Too legit to quit de MC Hammer.

-Parezco una gallina –reproché justificando mi torpeza para el baile.

-Esa es la idea –respondió Tavo, al parecer bastante ofendido-. Una vez más. Observa como lo hago.

Por desgracia, por más que lo observaba e intentaba imitarlo, el resultado siempre era el mismo: el ridículo absoluto. Y por si esto fuera poco, me era imposible concentrarme con todos mis amigos mirándome con las pupilas conteniendo las carcajadas y cuchicheando unos con otros.

Estaba claro que no había nacido para bailar y menos para brillar en sociedad, el sueño dorado de mamá. Por ello, todas las noches me prometía a mi mismo no regresar a los ensayos, tanto por el bien de mis nervios, que estaban apunto de colapsar, como por el bien del grupo que tenían aires de grandeza y aspiraciones de ganar el concurso de baile; sin embargo, las siete horas diarias que pasaba de lunes a viernes encerrado en el salón de clase admirando atónito a Maria Fernanda me resultaban insuficientes, así que necesitaba de un par de horas extra en la noche para verla como nunca lo haría en la escuela: bailando y riendo al ritmo de la música. Además yo había sido educado bajo la premisa judeocristiana de que todo sacrificio ameritaba al final del camino un premio, y tal premio llegó una noche, faltando una semana para el Carnaval. Los ojos enormes y atigrados de Maria Fernanda me cortaron el paso y la respiración, mirándome de frente, me entregó un casete Betamax y me dijo:

-Toma, esto te puede ayudar.

En la cinta venían grabados videos musicales de los grupos y artistas más selectos del rap: Run DMC, MC Hammer, Vanilla Ice, Gerardo, C & C Music Factory, Marky Mark & The Funky Bunch, L.L. Cool J, etcétera. Al observar los video clips pegado a la pantalla del televisor me emocioné, no tanto por ver a todos esos payasos contonearse frente a una cámara, sino por imaginar a Maria Fernanda frente a su televisión y a su grabadora Betamax capturando uno a uno los videos musicales de su preferencia, en especial donde salían los pasos de baile más osados. Cabe la aclaración de que en aquellos días grabar videos musicales no era tan sencillo como ahora, pues casi nadie tenía acceso a MTV, sólo los que tenían antena parabólica en casa, y Maria Fernanda era una de las pocas afortunadas que tenían sobre el techo de su cuarto una antena gigantesca que sería la envidia de la NASA.

Pasé largas jornadas encerrado en mi cuarto (tarea nada sencilla pues compartía la habitación con la Santa Inquisición del Baile, o sea, mi hermano, uno de los culpables de dejar tartamudo al pobre Efraín) imitando lo mejor que mi pobre coordinación me lo permitía cada uno de los pasos de baile, incluso los más complicados. Mi meta era clara: más que intentar sortear el ridículo público al cual sería expuesto en menos de una semana, lo que yo pretendía ahora era impresionar a Maria Fernanda, demostrarle que el bello detalle que tuvo para conmigo no había sido en vano. A como diera lugar iba a impresionarla.

4

El día del baile llegó y sentí que el corazón me saldría de un momento a otro vomitado por la boca. Qué hacía ahí, pensaba a cada segundo. Me miraba al espejo y no me lo podía creer, el reflejo me devolvía una imagen patética, surrealista: yo mismo, disfrazado como los arlequines de los videos musicales que María Fernanda me había grabado, e incluso más ridículo.

-Bebé, te ves hermoso –dijo mamá secundada por todas las mamás de mis amigos de baile.

La mamá de Maria Fernanda sacó una cámara de su bolso y me tomó una decena fotos, donde aparezco enfundado en unos pantalones negros bombachos con el tiro hasta debajo de las rodillas (que seguramente envidiaría el genio de la lámpara maravillosa), una camisa negra pegada al cuerpo y una chamarra de cuero de idéntico color negro con unas calaveras naranjas y verdes fosforescentes impresas en la espalda y en las hombreras. En pocas palabras, un escándalo de vestuario.

Decidí renunciar.

5

No tuve valor para renunciar. Maria Fernanda apareció a mis espaldas y me dijo con una sonrisa de ángel que mi ropa se me veía súperpadriurix. Y para colmo recordé que los dados habían girado de la noche a la mañana convirtiéndome a mí, el peor bailarín del Universo, en pieza clave en el grupo de baile.

-Vengan, somos los siguientes –dijo Tavo disfrazado de pies a cabeza como sus aprendices de rapero, aunque desde luego él no saldría a bailar al escenario, pues estaba prohibido que participaran personas mayores de dieciocho años, de no ser así, con tanta gente atestando como nunca en todo el año el Club de Golf la Seiba, de seguro que se animaba a salir a escena para mostrarle al mundo entero quién era el verdadero amo del rap en México.

Tavo nos pidió que formáramos un círculo. Oramos un Padrenuestro. Yo por esos años aún creía en Dios, así que cerré los ojos y le pedí que se apiadara de mí; que con todo su poder (que era infinito) evitara que yo, su hijo más torpe para el baile, arruinara con mi poca coordinación motriz los sueños de mis compañeros de ganar el concurso de baile del Carnaval.

-Faltó rezar el Ave Maria –dijo una de las niñas cuando terminamos de rezar el Padrenuestro.

Rezamos a coro. Mientras rezábamos empecé a sudar. La camisa se me pagaba en el torso y en la espalda como chicle. La chamarra de cuero empezó a darme una comezón insoportable en los brazos.

-Les tengo una sorpresa –dijo Tavo.

Estaba tan nervioso que ni siquiera me di cuenta cuándo habíamos dejado de rezar. Todos exclamaron admirados al ver las gorras que Tavo había sacado de una caja de cartón. No se trataba de unas simples gorras, sino de unas gorras negras con una placa metálica en la visera y en el frente que decía en letras rotuladas: The crazy rappers. Así fue como habían bautizado al grupo de baile (por unanimidad, Maria Fernanda estaba de acuerdo y por añadidura todos los demás también, en especial yo) un par de semanas atrás.

-A continuación… ¡The crazy rappers! –bramó la voz del conductor del evento, que retumbó en todas las bocinas del club de golf.

Las piernas se me convirtieron en mantequilla mientras una avalancha atronadora de aplausos se dejó sentir por parte del público. La sensación de que uno abandona su cuerpo y empieza a ver todo en cámara lenta dicen que sólo se experimenta nanosegundos antes de ver a la muerte cara a cara. Así de grande era mi miedo, porque exactamente eso fue lo que experimenté. Subimos al escenario y las luces me cegaron pese a tener mi gorra de The crazy rappers en la cabeza.

Verme parado frente a tantas personas me hizo quedarme petrificado, incluso cuando la pista de MC Hammer comenzó a sonar en las bocinas. Mis pies no reaccionaban, era como si estuvieran adheridos al piso con concreto. Todas las horas invertidas en ensayar una y otra y otra vez para nada sirvieron. No así a mis compañeros, que se movían con una coordinación sorprendente, como si todos fuesen una misma personas. Las niñas que estaban vestidas con unos payasitos parecidos a los de las bailarinas de ballet sólo que en colores brillantes y llenos de lentejuelas movían sus piernas y brazos frenéticamente. Sus rostros estaban maquillados en exceso e intentaban poner una sonrisa en los labios para aparentar que disfrutaban intensamente el baile, al fin y al cabo, esa era idea, como había dicho Tavo: “El rap es para disfrutarlo”.

Con el paso de los segundos y el correr de la canción, todos parecían empezar a disfrutar el bailable, incluso los dos o tres integrantes del grupo que al igual que yo jamás se hubieran prestado al numerito, de no ser por el mismo móvil: Maria Fernanda. Allí estaban todos, coordinados y siguiendo el ritmo de la música. Excepto yo, que sólo tenía cabeza para pensar en cuándo terminaría el castigo, un castigo que me erizó los pelos de la nuca cuando descubrí que entre el público que abarrotaba el graderío, un grupo de jovencitos no dejaban de mirarme, escrutándome. Eran mis primos, encabezados por Manolo y René, que al parecer habían ido al festival a mofarse de mí gracias a que mamá, orgullosísima de que su hijo finalmente participaría en un bailable en el cual podía codearme con los hijos de sus amigas, se le había ido la lengua contándole a todo el mundo del evento muy a pesar de que le había hecho jurar por la Virgen María que no mencionaría nada del bailable a ninguna de sus amigas y menos a mis tías, o quizás no fuera culpa de mamá, quien durante todas las semanas de mis ensayos le inventó a papá y a mi hermano que estaba tomando clases particulares de matemáticas porque mis notas habían bajado, e igual y era una simple y mera coincidencia que mis primos estuviesen allí (al parecer no me habían reconocido), ya que el baile del Club de Golf la Seiba era el centro de reunión de todos los rapazuelos que en un futuro se convertirían en grandes señores de sociedad.

6

La vergüenza tomó tintes de paro respiratorio. Mi corazón empezó a dejar de funcionar y la vista se me nubló. Para colmo, justo en el peor momento, cuando las chicas tenían que pasar hacia atrás del escenario con unos pasos extrañísimos cruzando los pies uno detrás del otro como si fueran delfines de parque acuático cuando éstos sacan el cuerpo del agua y se deslizan hacia atrás con la cola metida en el agua. Las niñas empezaron a dejarse venir de espaldas y nosotros, con el paso de “el corredor” teníamos que pasar al frente y hacer toda una suerte de pasos relampagueantes que deslumbraran tanto a jueces como al público. Naturalmente mi ineptitud estaba prevista. Fríamente calculada. Ramiro y yo, los dos integrantes del grupo menos dotados para el arte de bailar rap, teníamos que irnos a los costados medios del escenario y allí quedarnos parados como estatuas con los brazos cruzados en actitud desafiante, pandilleril. Sólo teníamos que hacer eso, quedarnos parados como precoces rufianes mientras los otros chicos se revolvían y deshacían en piruetas y maromas.

Para cerrar el acto, dos de las chicas (las más lindas, es decir, Paloma y Maria Fernanda) debían arrancar a correr desde el fondo del escenario para dar un salto mortal en el aire apoyándose en las espaladas de los dos malandrines que estarían parados en actitud bravucona. Por nuestra parte, Ramiro y yo debíamos encorvar las espaldas llegada la señal para que Paloma y Maria Fernanda pudieran hacer el salto mortal como era debido. La señal era el arreglo que Tavo le hizo a la canción de MC Hammer: to-to-to-to-too, too legit to quit, to-to-to-to-too, too legit to quit. Aquel sorprendente cierre había salido de lo más recóndito de la inspiración de Tavo en el último ensayo, cuando descubrió que a la rutina de baile le faltaba algo; fue así que Tavo por vez primera en semanas agradeció que mi torpeza formara parte de la comparsa, al ser alto y de espaldas anchas mi complexión era perfecta para que Maria Fernanda pudiera salir catapultada por los aires e impresionara como era debido a todo el jurado.

Todo estaba saliendo a pedir de boca y pese a estar petrificado por el miedo me defendía escondiéndome entre mis compañeros para que mis movimientos erráticos no desentonaran con la rutina de baile. Pero tan ensimismado estaba en mis pensamientos fatalistas, con los nervios pulverizados, que el arreglo musical de Tavo llegó, es decir, la señal que me indicaba que debía encorvar la espalda, la cual desde luego jamás escuché, y lo único que supe del final del baile fue cuando unas manos se posaron, crispadas, como aguijones sobre mis hombros (no en la espalda como habíamos ensayado) y unas erráticas piernas abiertas me tumbaron de la cabeza mi gorra de The crazy rappers. La primera reacción que tuve fue sentirme desprotegido, desnudo, con la identidad desenmascarada cual luchador de lucha libre después de perder la máscara, así que, veloz como trueno, me apresuré a recoger la gorra tirada sobre el piso, y allí fue cuando descubrí la tragedia: metro y medio abajo del escenario una multitud se arremolinaba en torno a una chica que se descosía en llanto y en gemidos de dolor.

Maria Fernanda, tal como puede verse en la grabación del show (su mamá filmó todo), presa de la adrenalina y de su espíritu aguerrido y ganador decidió arriesgarse a dar el salto mortal pese a toparse con mi humanidad erguida en todo su aterrado esplendor, apoyando sus manos en mis hombros, y yo, asustado al sentir sus uñas que se clavaron como agujas, encorvé mi humanidad haciéndola salir proyectada hacia adelante como una bala de cañón. Maria Fernanda aterrizó en la segunda fila de butacas del escenario que frenaron su espectacular vuelo, no sin antes quebrarle en dos la tibia y el peroné de la pierna izquierda.

A Maria Fernanda le quedó una cicatriz de cuatro centímetros en la pierna, pero gracias a los avances de la ciencia los doctores lograron borrarle esa imperfección en la piel, no así el odio de su corazón que me profesó hasta el último día que estudiamos juntos.

Yo por mi parte, me volví escritor y sólo de vez en cuando, curiosamente en fechas de Carnaval, me da por meterme cepillos para el cabello en el culo.

 

Imprimir
AVISO: La Jornada no puede publicar todas las colaboraciones que se reciben. Las que contengan expresiones ofensivas, reproches de delito, datos errados, o que sean anónimas, no serán puestas en línea. Los aportes atribuidos u opiniones puestas en línea, no representan el perfil ni el pensar del diario, ni de sus anunciantes.
 
   
Inicio | Opinion | Directorio | Agenda | Revista | Video | Galería | Archivo | Comentarios | Suscríbase | Audio | GSA | Mapa del Sitio
© 2009 La Jornada. Una empresa del grupo Arévalo-Garméndez. All Rights Reserved.
Nosotros | Contáctenos | Reconocimientos | Staff | Servicios | Publicidad
Sitio Ganador Arroba de Oro 2006Sitio Ganador Arroba de Oro 2007Angel de la Comunicación: Mejor Periódico DigitalSiteUptime Web Site Monitoring Service