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ACTUALIZADo 20 de OCTUBRE de 2009

La desaparición de Pinky
por Rodrigo Solís
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Tengo muchas amigas por Facebook a las que por desgracia (o quizás fortuna) no conozco en carne y hueso. La mayoría de ellas son hermosas, mujeres esculturales. O tal vez no. Sospecho que la triste y cruda realidad es que mis amigas cibernautas son mujeres feas y gordas que suben a la red fotos falsas o trucadas, es decir, imágenes donde aparecen féminas despampanantes que no son ellas, o fotos de ellas retocadas con Photoshop para hacerse pasar por beldades a los ojos de personas superficiales y fisgonas como yo.

Lo cierto al caso es que soy un hombre curioso, o mejor dicho, un hombre incrédulo. Le he pedido a una de mis amigas del Facebook que me deje comprobar que las curvas que tanto presume en sus fotografías son las mismas delante de su cámara web. Lejos de ofenderse, mi amiga accede. En pantalla aparecen unas torneadas piernas abiertas que dejan ver un diminuto calzoncito blanco. No puedo evitar estremecerme. En seguida, mi amiga pide disculpas, asegura que su lascivo movimiento fue un accidente, sólo quería acomodarse en la cama para poder chatear más a gusto conmigo.

-Sorry, no fue intencional –escribe ella.

Intencional o no, poco me importa. En la pantalla del monitor compruebo que mi amiga es la mujer de rasgos masculinos, toscos, a lo Penélope Cruz, justo la chica que me erizó la piel desde el primer día que vi sus fotografías gracias a que ella aceptó mi solicitud de amistad por ser yo amigo (o enemigo) de un amigo de su cuñada, a quien en realidad no conozco en carne y hueso ni en fotografía ni a través de ningún otro medio audiovisual, salvo por sus inflamados correos electrónicos donde asegura que soy un patético escritor sin ningún talento o futuro.

Chateamos durante largas horas. O mejor dicho, mi amiga es la que chatea, la que me cuenta su vida, sus fobias, sus manías, sus desvaríos, las fantásticas historias de su mamá, como la del día en que entró a su cuarto de madrugada, mientras dormía y la roció con agua bendita blandiendo en todo lo alto la imagen de la Virgen del Sagrado Corazón de Jesús al tiempo que espolvoreaba en el piso sales exorcizantes, pues está convencida de que su hija tiene metido al diablo adentro; también me cuenta su pasión por las letras, de su guión de teatro recién terminado, de la escritora que un día la abordó para pedirle permiso para escribir su biografía y llevarla al teatro; de su debilidad por la gente fea, horrible, y la frustración que sintió con su último amante que no pudo tener una erección justo cuando la tenía a ella, mujer de cuerpo suculento y ardiente, desnudita, sólo para él.

-¿Te ha ocurrido eso a ti? –escribe ella.

Miento. Le digo que jamás. Y con la seguridad que sólo puede brindar saberme a cientos de kilómetros de distancia, me aventuro a decirle que puede contar conmigo cuando quiera, que nunca fallo a la hora de la verdad.

-Eso me gustaría verlo –escribe ella.

Observo un esbozo de sonrisa diabólica, pícara, sus dientes resplandecen en el monitor de la computadora. Le pregunto si tiene novio. Ella contesta que no. Dice que no cree en las relaciones. Que sólo ha tenido tres novios y con todos ellos terminó a los dos o tres meses de iniciado el romance.

-Me gusta estar sola –escribe ella.

-Me estresa estar con alguien –escribe ella.

-Me roban mi tiempo y espacio –escribe ella.

-¿Tú tienes novia? –escribe ella.

Respondo que no. Que coincidentemente también sólo he tenido tres novias, con las cuales, igual que ella, he durado un tiempo brevísimo, salvo con la primera, pero esto lo atribuyo al hecho de que vivíamos en ciudad lejanas y nada más nos veíamos una o dos veces al año.
-Uy, que cute –escribe ella.

-Mi ex novio también vivía lejos –escribe ella.

-Me celaba mucho –escribe ella.

Le pregunto por qué la celaba.
-No sé –escribe ella.

-Me llamaba cada 5 minutos –escribe ella.

-Incluso entre canción y canción –escribe ella.

Pronto descubro que el ex novio de mi amiga es un famoso cantante de rock. Esto lo compruebo al indagar en uno de sus álbumes de fotografías del Facebook. Mi amiga aparece con una rosa de tallo espinado ensartada en la comisura de sus enromes, voluminosos pechos, sentada en las piernas del famoso rockero.

Le confieso que nunca imaginé que una estrella del rock pudiera llegar a sentir celos de su novia. Menos su ex novio, roquero enloquecido y mujeriego.

-Uy, era celosísimo –escribe ella.

Entonces entro a otros álbumes y descubro a mi amiga abrazada con otras estrellas de rock (más famosas), sonriente, el escote y la falda diminutos.

-Ahora entiendo –escribo.

-¿Qué entiendes? –escribe ella.

-¿Eres celoso? –escribe ella.

Miento. Respondo que no. Que soy un hombre liberal que defiende y apoya la promiscuidad, la bigamia, los tríos, las orgías. Mi amiga levanta una ceja. Escruta la cámara web como si pudiera mirar através de ella directamente a mis ojos. Luego, sale de la cama. Abre y cierra algunos cajones de su buró. Se rasca la cabeza.

-¿Qué se te perdió? –escribo.

Mi amiga se acerca a la computadora.

-El único amigo en el que confío –escribe ella.

-El que nunca me abandona –escribe ella.

-Probablemente el único amor de mi vida –escribe ella.

Mi amiga se dirige a su closet. Mueve varios vestidos. Se agacha. Recoge una caja del suelo. Se acerca a la cámara, la mirada traviesa.

-Nos vemos mañana –escribe ella.

-Tengo una cita –escribe ella.

Mi amiga abre la caja. Mete la mano y sus ojos se ponen redondos, empañados por el pánico. Dice algo que no logro descifrar en sus labios. Luego escribe:

-Pinky, no está.
Mi amiga vuelve a salir de la cama. Desaparece y aparece del ojo de la cámara web. Agita los brazos, se revuelve el pelo. Se agacha. Brinca. Abre y cierra cajones. Descuelga la ropa de su clóset.

Le deseo suerte en la búsqueda de su amigo Pinky, quien quiera que sea ese elfo o enano que tanta paz y tranquilidad le brinda. Le digo que es una chica encantadora. Que ha sido un placer conocerla en vivo y que me gustaría seguir platicando con ella cuando tenga tiempo libre. Todo eso le digo dejándole mensajes, pues ella ha desaparecido del cuarto. Sólo se ve su cama, las sabanas arrugadas, deshechas y las puertas de su clóset abiertas.

Retomo la escritura de mi novela. He decidido que a finales de este mes debo ponerle punto final. Finiquitar ese mamotreto de capítulos autobiográficos que no tiene pies ni cabeza y que con seguridad mi amigo, el escritor famoso y laureado, seguramente odiará cuando se la envíe tal y como prometí hace varios meses.

Han pasado dos horas. Los ojos me arden. Voy a la cocina por una taza de café. Pretendo pasar lo que resta de la madrugada en vela, afinando (si es que cabe ese calificativo) mi horrible novela. Al regresar a la computadora descubro que todas mis ideas son trilladas, aburridas. Entonces llama mi atención una pequeña ventana junto a la ventana de Word. Olvidé cerrarla. Le doy un clic y aparece el cuarto de mi amiga del Facebook. Allí esta ella. Dormida. Con la tenue luz de una lámpara sobre la mesita de noche. Iluminando parcamente la habitación. Su sueño es profundo, sobrecogedor. Me pregunto si habrá dejado apropósito prendida su computadora para que la observe con encendido voyeurismo o acaso fue un descuido. Pienso que debo cerrar la ventana y no entrometerme en este delicioso accidente. Pero justo cuando voy a hacerlo, aparece una silueta humana que se desliza junto al clóset de mi amiga, no descifro si la silueta es masculina o femenina, lo único que logro ver con asombrosa claridad es un largo, nudoso, brilloso y rosado consolador que lleva en una mano y que coloca con delicadeza dentro de un cajón del clóset.

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