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ACTUALIZADo 9 de SEPTIEMBRE de 2009
El cazador de la beca perdida
El escritor ha decidido no escribir esta noche
por Rodrigo Solís
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El escritor, hombre infatigable en materia de rechazos (literarios y no literarios), se ha presentado en las oficinas del Instituto de Cultura a inscribirse a la convocatoria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico 2009, tal cual lo ha hecho año con año, religiosamente por estas fechas.

Con pasmo y horror, el escritor se entera de que debe presentarse el día siguiente a las 9 a.m., nuevamente en las oficinas del Instituto de Cultura, a tomar un curso de capacitación para la correcta elaboración de su proyecto cultural si es que pretende conseguir la esquiva beca que le permita terminar su interminable novela, para así evitar la penosa obligación de ganarse la vida vendiendo productos químicos de limpieza de puerta en puerta en la empresa de uno de sus acaudalados familiares.

-Qué raro -dice el escritor, cuidando cada una de las palabras que salen de su boca-, no sabía que se tenía que tomar cursos propedéuticos para solicitar una beca.
-Pues ya lo sabes -dice ufano el coordinador del curso-. Es obligatorio, este año todos los que soliciten la beca tienen que venir mañana.
-Y ojo –agrega el asistente del coordinador abriendo los ojos enormes-, venir al curso no te garantiza que te demos la beca.
-¿Seguro que es obligatorio venir? -pregunta el escritor, resistiéndose a la terrorífica idea de tener que levantarse a tan imprudentes horas de la mañana.
-Totalmente seguro -responde seguro de si mismo el coordinador y, levantando una arrogante ceja al estilo María Félix, agrega-: El curso es de nueve de la mañana a dos de la tarde.
El escritor se escandaliza. No puede creer que un curso para solicitar una beca dure 5 horas.
-¿Pues qué tanto nos tienen que explicar? –dice.
-Mañana te enterarás de todos los detalles –responde el asistente del coordinador mientras finge que redacta algo en su computadora-. Por favor, sé puntual.

El escritor abandona las oficinas del Instituto de Cultura, cabizbajo, preocupado, con un folleto de la Convocatoria 2009 entre manos. Odia verse obligado a salir de casa, desplazarse, moverse, muy a pesar que la ciudad a donde se mudó a vivir es una ciudad pequeñita donde las distancias son bastante cortas, ciudad de la que no se cansa de escribir semana a semana, crónicas, artículos, ensayos y cuentos; escritos que rara vez aparecen publicados en periódicos y revistas de prestigio, pero que sin embargo, cuando aparecen, generan gran repudio, escándalo e indignación en los ciudadanos de la ciudad minúscula.

* * *

El escritor ha decidido no escribir esta noche, pues de hacerlo corre el riesgo de no poder detenerse hasta muy entrada la madrugada, lo cual (es un hecho irrefutable) hará más que imposible la misión de levantarse a tiempo para asistir al obligatorio curso de capacitación mañana por la mañana.

Programa su despertador, o eso intenta, porque hace años que el escritor no programa un despertador. Está acostumbrado a levantarse cuando su cuerpo así lo desea, a su sagrada voluntad. Apaga la luz del cuarto, cierra los ojos, entrelaza las manos, reza un Padrenuestro para que el despertador, por obra y gracia divina, se haya activado correctamente. Sin embargo, no tarda en descubrir que ha olvidado cómo rezar el Padrenuestro. Prueba con el Ave María. Fracasa de peor forma. Presa del miedo, se encomienda a San Pafnuncio, santo muy milagrero al que le reza su madre todas las noches.

San Pafnuncio, San Pafnuncio -dice en un susurro ardoroso-, haz que me levante temprano.
Terminada la plegaria, el escritor se siente un perfecto imbécil, y no precisamente por ser un ateo confeso, sino porque recuerda (tal como le comentó su mamá) San Pafnuncio sólo tiene los poderes mágicos de encontrar cosas perdidas, tal cual lo hizo intercediendo en el regreso de Bucky, el bebé de la casa, que se fugó durante una semana completa en busca de amores vedados, callejeros, caninos; aunque (y esto lo piensa el escritor más que nada para levantarse el ánimo) su vida está tan perdida y descarriada desde que dejó de trabajar para convertirse en un escritor, que el bueno de San Pafnuncio igual y obra el milagro de encontrarlo y encaminarlo a una vida responsable, hecha y derecha como la de sus hermanos y sus primos.

* * *

Ha ocurrido el milagro. Ojeroso, de mal humor, el escritor llega puntual al curso obligatorio del Instituto Cultura.

-Buenos días –dice al entrar a una oficina infestada de secretarias que comen tamales y sandwichones con ferocidad.

Las hambrientas secretarias no interrumpen sus sagrados alimentos. Le ignoran.
-Buenos días –insiste el escritor, temeroso de que una de esas elefantiásicas criaturas de oficina le confunda con un refrigerio y le de un mordisco mortal-. Disculpen, de casualidad…
-No han llegado los coordinadores –dice una señora desparramada en su silla, apiadándose del alma en pena.

Una hora después, el coordinador y su asistente aparecen.
-Buenos días –dice el coordinador-. Veo que nada más tú has llegado.
-Sí, hace una hora –dice el escritor con amargura.
-¿Qué te parece si esperamos media horita a que lleguen todos los demás artistas?

El escritor refunfuña. Se le avinagra la sangre. Es enviado a un auditorio para que espere en silencio mientras los coordinadores van a darse un banquete mañanero con las secretarias.
Uno, dos, tres… cuarenta y cinco sillas son las que ha contado el escritor. Nunca imaginó que existieran tantos artistas muertos de hambre en la ciudad.

-Quihúuuuuubole, carnalito –dice un hombre pelón de edad indescifrable que aparece en el auditorio, caminando con las piernas en paréntesis como si recién lo hubiera violado un negro.

El escritor voltea a todos lados para ver si hay otra persona dentro de la sala. Evidentemente no la hay. Él es el carnalito. El blanco del quihúuuuuubule. No le queda más remedio que saludar al pelón que le extiende la mano de un modo extraño, mientras menea la cabeza de arriba hacia abajo como un iguano en celo de las islas Galápagos.

-Hola –dice el escritor.
-Qué chiiiiiiido, carnalito –dice el pelón mirando la sala llena de sillas vacías.
El escritor no sabe qué hacer o qué decir. Detesta a los extraños. Sobre todo los que parecen salidos de algún programa “cómico” de Eugenio Derbez.
-Chidísimo –se aventura a decir, sin saber muy bien el significado de lo que ha dicho.
El pelón dice:
-La pura buena oooooonda, carnalito.

Afloran los instintos asesinos en el escritor, le entran unas ganas locas de cegar la vida del pelón, y cuando cree que tendrá que mancharse de sangre las manos, una voz se deja escuchar dentro de la sala:

-Creo que somos todos –dice el coordinador, mientras su asistente, con toda la pereza del
Universo, prepara en la computadora una presentación en diapositivas de Power Point que se proyecta en una pantalla blanca.

El escritor levanta la mano para pedir la palabra como si estuviera en la primaria y dice:

-¿Somos todos?
-Sí.
-¿No que era obligatorio el curso?
-Sí.

El escritor guarda silencio. Se relame los bigotes. Por primera vez sabe que ganará una beca. Ninguno de los otros 43 artistas inscritos llegó al curso, lo que sólo puede significar (si es que las matemáticas siguen siendo una ciencia exacta) que una de las 14 becas a disputarse, por fuerza, tendrá que ser suya.

* * *

El coordinador ha leído durante casi una hora, una a una las diapositivas que se proyectan en la pantalla. Todas ellas, calcas del folleto de la convocatoria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico 2009 que le entregaron al escritor y a todos los demás artistas el día de ayer.

Transcurre otra soporífera hora de lectura, y en ese tiempo, llegan uno a uno otros artistas. Tres en total, cuenta mentalmente el escritor, en una franca batalla para no dormirse en su silla.

-Vamos a tomarnos un break –dice el coordinador.

-En la mesa del fondo hay sandwichitos y coca-colas –anuncia emocionado el asistente del coordinador.

Los artistas, todos ellos de vientres protuberantes, con una agilidad insospechada, se arremolinan alrededor de la mesa para devorar los sandwichitos.

-Licenciado, llega justo a tiempo –dice el coordinador sin poder reprimir una sonrisa de admiración.

El director del Instituto de Cultura, hombre de un vientre de considerable y llamativo tamaño, se relame el bigotito cano y se abalanza sin el menor pudor sobre los sandwichitos.

-Uy, qué rico, hay de jamón y queso.

-¿De jamón y queso? –pregunta un fotógrafo que aparece en escena, barrigón y con la lengua de fuera.

* * *

Una hora después, al borde de los eructos, el coordinador del curso reanuda trabajosamente la lectura de las diapositivas, fotocopias de las hojas de la convocatoria que el escritor ha leído mil y un veces cada que solicita la beca que le niegan sistemáticamente año con año.

El escritor se siente timado, utilizado, humillado. Pero no se queja. Guarda silencio. Estoico. Una hora más de este calvario y la beca será mía, piensa.

-Eso es todo muchachos –dice el director de cultura, para sorpresa de todos, interrumpiendo la lectura del coordinador, también sorprendido-. Vamos a tomarnos la foto oficial.

¿Foto oficial?, se pregunta en silencio el escritor, pero no dice nada y, al igual que el resto de los artistas de vientres abultados, rápidamente se para alrededor del director de cultura que no duda en regalarle una ancha y enorme sonrisa al fotógrafo, que diligente, les toma varias fotografías desde diversos ángulos.

* * *

El escritor llega a casa emocionado. Tiene la certeza de que este año es el año en que finalmente le otorgaran una beca. Redacta, imprime por triplicado y engargola su proyecto. Se siente un escritor de verdad.

Días después regresa al Instituto de Cultura para entregar el proyecto justo en la fecha límite. En un semáforo en rojo el escritor se topa con un enorme cartelón pegado en la parte trasera de un camión donde el Gobierno del Estado informa a sus contribuyentes y al público en general, que en su sexenio han cumplido con hechos y no con palabras en materia de cultura y educación:

“Alfabetización a más de 10,000 personas de escasos recursos”.

El semáforo cambia a verde y se deja sentir una lluvia de cláxones, que indignados, exigen al auto de enfrente se mueva. Pero el escritor, absorto, impávido, no puede dejar de mirar el monumental cartelón pegado en el camión donde descubre su propio rostro sonriente (y el del pelón de edad indescifrable) repetido cientos de veces, que se pierde en una de las avenidas principales.

 

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