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actualizado 27 de enero 2010
El Waterloo de Obama
Sufrir un Waterloo es padecer un revés casi imposible de superar
Por Alfredo M. Cepero

Bajo el calor infernal de un día del mes de junio de 1815, Napoleón Bonaparte, al mando de 72,000 franceses, se enfrentó a 118,000 soldados multinacionales de la Séptima Coalición al mando del Duque de Wellington. El escenario fue un pueblecito hasta entonces desconocido y ubicado a unos 14 kilómetros de la actual Bruselas cuyo nombre ha pasado a ser sinónimo de fracaso en cualquier aspecto de la actividad humana. Sufrir un Waterloo es padecer un revés casi imposible de superar. De allí, el hasta entonces señor todopoderoso de Europa pasó a tomar residencia forzada en la Isla Atlántica de Santa Elena donde murió en circunstancias misteriosas seis años mas tarde.

Ahora bien, el Napoleón de Waterloo no era un tipo cualquiera. En unos pocos años el joven enjuto y de baja estatura nacido en el seno de una familia de escasos recursos en la isla Mediterránea de Córcega se había transformado a base de audacia, coraje y talento de oficial de artillería en Emperador de Francia. En su ascenso al poder y la notoriedad se había acreditado victorias militares como la Batalla de Austerlitz en el invierno de 1805, donde derrotó al Zar Alejandro al frente de 73,000 soldados ruso-austriacos y considerada como una de las más brillantes hazañas militares de todos los tiempos.

¿Cuáles fueron los acontecimientos, circunstancias y factores que transformaron al militar victorioso de Austerlitz en el soldado derrotado de Waterloo en sólo una década? La arrogancia del poder, la ostentación de la jerarquía, la adulación de los subalternos y el distanciamiento de las clases populares actúan como afrodisíacos que conducen al ser humano a un sentido de infalibilidad y de autosuficiencia que pueden resultar fatales en cualquier líder. El Napoleón que lideró la fulminante campaña de Italia y que plantó el pabellón de Francia en las mismas pirámides de Egipto había sucumbido víctima de su propia leyenda.

Este es sin dudas el caso de Barack Obama. Complicado por el hecho de que, aún antes de concretar logro alguno digno de admiración o reconocimiento, este hombre inteligente pero carente de experiencia en cuestiones ejecutivas tuvo la audacia de reclamar para sí atributos de predestinado para resolver los problemas de la guerra, la paz, la prosperidad y la concordia. Dentro de este contexto, el candidato Obama prometió, entre otras cosas, transparencia en la gestión pública, política bipartidista, reducción de impuestos para el 95 por ciento de los ciudadanos, control de los gastos gubernamentales, retirada de Irak en cuestión de meses y edificación de puentes de comunicación y armonía entre las razas.

Asimismo, sobrestimó su victoria electoral de sólo siete puntos porcentuales sin tomar en cuenta que había sido facilitada por un año de catástrofe económica, un presidente republicano altamente impopular y un débil adversario que se negó a retar sus credenciales de izquierda, sus asociados corruptos y su excesivo secreto sobre el lugar de su nacimiento. Confundió una reacción popular contra el “statu quo” con un cheque en blanco para hacer y deshacer a su antojo. Eso podría costarle la mayoría en una o hasta dos de las cámaras legislativas en el 2010 e incluso condenarlo a la innoble suerte de Jimmy Carter de ser presidente de un sólo período. Cosa que, como ustedes ya deben haber concluido, me haría inmensamente feliz. No por la derrota de Obama sino por la prosperidad y la seguridad de este país, así como por el predominio y la supervivencia de la democracia en el mundo.

Por otra parte, la lectura equivocada del resultado de las elecciones del 2008 por parte de Obama y sus aliados de la izquierda extrema los condujo a poner en marcha un cambio drástico tanto en la forma de gobernar como en el uso de sus poderes ejecutivos que nada tienen que ver con los cambios genéricos prometidos durante la campaña. En solo unos meses, el trío tremendista de Obama-Reid-Pelosi lanzó una ofensiva legislativa cuyos puntos sobresalientes han sido un plan de estímulo económico que, en contra de los prometido, aumento el desempleo a su mas alto nivel en treinta años, un proyecto de protección del medio ambiente que trae aparejado aumentos de impuestos y parálisis del mercado laboral y un plan de salud que, de haber sido aprobado, habría puesto a los pacientes a merced de los caprichos, la venalidad y la ineficiencia de una burocracia gubernamental.

Por fortuna el pueblo norteamericano despertó del letargo que llevó a muchos dentro del 40 por ciento que se declara independiente a votar por el predestinado que le vendió la prensa sin pudor ni equilibrio que promueve el colectivismo asfixiante frente al individualismo liberador. Vino entonces el verano caliente de las protestas populares de los llamados “Tea Parties” y de las confrontaciones intensas de las reuniones de “Town Halls” contra algunos de los legisladores que apoyaban la agenda de Obama. La Casa Blanca no sólo permaneció sorda al clamor popular sino enardeció los ánimos calificando a los manifestantes de extremistas, de instrumentos de la derecha recalcitrante y hasta de terroristas.

Llegó finalmente el mes de noviembre y la Casa Blanca fue azotada por una ola de frío que nada tenía que ver con el frío invernal en el Jardín de las Rosas. Porque, en vez de rosas, vinieron las espinas de los resultados electorales en las elecciones para gobernadores en Virginia y en New Jersey, donde los candidatos republicanos derrotaron a sus adversarios demócratas. Además, dos estados que había ganado Obama por amplio margen doce meses antes y que fueron visitados en numerosas ocasiones por el presidente en apoyo de los aspirantes de su partido. Ahora bien, lo que despejó toda duda en cuanto al rechazo de la agenda extremista y apresurada de la izquierda demócrata y en cuanto a la erosión de la popularidad de Obama fue la debacle de Massachusetts. El estado demócrata por excelencia y predio privado de la dinastía Kennedy eligió a su primer Senador Federal Republicano en 44 años. El novato Scott Brown al frente de un ejército de votantes independientes y, a la manera de un moderno Duque de Wellington, asestó una estocada en el ego y los sueños dinásticos del aspirante a emperador que bien podría hacer de Massachusetts el Waterloo de Barack Obama.

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