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actualizado 15 de julio 2010

La utopía posible
Muchos han escrito y escribirán sobre su muerte, pero ninguno refiere el carácter presocialista del autor del famoso libro “Utopía”
Por Gustavo Adolfo Vargas

El 6 de julio de 1535 Thomas More, conocido por la castellanización de su nombre como Tomás Moro entró en la inmortalidad y Enrique VIII en la ignominia.

Muchos han escrito y escribirán sobre su muerte, pero ninguno refiere el carácter presocialista del autor del famoso libro “Utopía”, publicado en 1516 influenciado por De civitate Dei, de San Agustín, que a su vez fue influenciado por Platón. Además, de tales influencias, existieron otras razones fundamentales: la esperanza, la solidaridad y la construcción de otra humanidad posible.

Su obra cumbre fue “Utopía”, en la cual aborda problemas sociales de la humanidad, y con la que ganó el reconocimiento de todos los eruditos de Europa. Uno de sus inspiradores fue su íntimo amigo Erasmo de Rotterdam. La obra completa es publicada en Lovaina.

En la afamada obra buscó relatar la organización de una sociedad ideal. Estriba en su capacidad de reflexión; en la necesidad de ideas para vivir y para usar con eficacia los medios disponibles, a fin de construir la mejor sociedad posible, en la que todo lo se que haga, tenga como prioridad el bienestar del ser humano.

En la sociedad utópica reinaba el placer sin excesos, el trabajo sin fatiga, la comodidad sin lujo y el recreo sin ocio. En fin, un prototipo de sociedad.

Tomás Moro, con su inagotable fantasía, perfiló un orden social imaginario desprovisto de violencia, opresión y propiedad privada. Con él nació el utopismo como teoría o tendencia política, aunque las ideas utópicas fueron conocidas muchos siglos antes. Desde los tiempos de Aristófanes en “Las Aves” y Platón en su “República”, idearon sociedades felices.

Sin embargo, no todos los escritores utopistas son utópicos. Para serlo, es necesario que tengan fe en su imaginación política, es decir, que crean que el mejor de los mundos no es solamente pensable, sino también posible e incluso inevitable, porque la misma fuerza de las cosas nos lleva hacia él.

La mentalidad utópica presupone estar en contradicción con la realidad presente, pero además, romper los vínculos con el orden existente. No se trata sólo de un pensamiento, y menos de una fantasía o de soñar despierto: es una ideología que se realiza en la acción de ciertos grupos sociales.

El concepto de utopía trasciende la situación histórica, por cuanto orienta la conducta hacia elementos de los que carece la realidad actual. Es una ideología en la medida que logra transformar el orden existente en otro más acorde con las propias concepciones.

La utopía es, pues, imposible (o parece imposible) sólo desde el punto de vista de un determinado orden social ya consolidado.

El término utopía, que podemos definir como “lugar feliz,” ha sido utilizado por muchos pensadores políticos para simbolizar un orden de cosas ideal, sugerir formas de organización social deseables, o contrastar la realidad existente con metas futuras.

Hay ciertas características comunes en todas o casi todas las utopías, y en ellas hay un tema recurrente: siempre implicaron una forma de crítica o de protesta contra la miseria y las injusticias sociales.

La política es, por definición, la ciencia de la realidad y de lo posible, sin descartar que también sea el arte de tornar posible lo deseable. El político actúa sobre realidades concretas, que están allí aunque no las quiera: que son como son y no como quisiera que fuera.

El intelectual, en cambio, tiende a ver el mundo como quisiera que fuese y no como realmente es. La utopía, por lo tanto, es más una característica del intelectual que del político.

No obstante, la utopía ha sido siempre uno de los elementos de la política. En todos los tiempos los hombres han soñado en formas ideales de organización social, en la que no sería necesaria la autoridad, imperaría la armonía y la paz, la libertad humana no sufriría limitaciones y los bienes serían de quienes los necesitan.

La utopía ha acompañado al hombre a través de los siglos, y aunque sus ilusiones no pudieron cumplirse o se cumplieron, sólo parcialmente, al menos sirvieron para señalarle el camino del progreso.

Hoy, las utopías parecen más realizables de lo que se creía en otros tiempos. Actualmente nadie está en condiciones de contestar la posibilidad efectiva de erradicar el hambre y la miseria con las fuerzas productivas materiales e intelectuales técnicamente existentes. Empero, el hombre está en condiciones de cambiar el curso de su propia evolución a través de acoplamientos selectivos, regulando los cromosomas y utilizando formas científicas de condicionamiento ambiental.

La ciencia, en definitiva, está en condiciones de “pagar su deuda y de poner en orden los asuntos humanos”, ya que poseemos las “tecnologías físicas, biológicas y conductistas necesarias para hacerlo.

Por eso, a lo largo de cinco siglos, la utopía, se va separando de su concepción originaria y de aquel que había forjado el neologismo: aquello que en Tomás Moro era una propuesta, un método, una invitación que acompañaba con la descripción de una sociedad todavía abierta a un desarrollo histórico, se pasa a la definición de una fórmula cuya perfección es demostrable y alcanzable.

Para que la utopía sea posible, es necesario formular una hipótesis de hombre que aún no existe, que sepa conducirse más allá de los principios éticos hasta hoy presentes, más allá de la libertad, más allá de la dignidad y más cerca de la fraternidad.

Tomas Moro no fue el único que estuvo en la encrucijada de si debía seguir al Rey Enrique VIII o a la Iglesia Católica Romana. El entonces recién nombrado Cardenal Juan Fisher, también pasó por el mismo trance. Tomás Moro fue beatificado junto a otros 53 mártires (entre ellos John Fisher) por el papa León XIII en 1886, y finalmente proclamado santo por la Iglesia Católica el 19 de mayo de 1935 (junto a John Fisher), por el Papa Pío XI.

Juan Pablo II, el 31 de octubre del año 2000 lo proclamó patrón de los políticos y los gobernantes, respondiendo así a la demanda que, en 1985, le presentó el Presidente de la República Italiana, Francesco Cossiga, que recogió centenares de firmas de jefes de Gobierno y de Estado, parlamentarios y políticos.

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