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actualizado 11 de mayo 2010

Miedo, rebelión, libertad
Hay que sobreponerse a la apatía, al temor
Por Federico Mayor Zaragoza

Todos deberíamos releer la Declaración Universal de los Derechos Humanos para convencernos de que vale la pena seguir luchando en favor de los grandes valores éticos. Es apremiante esta lectura activa, porque no se están rectificando los rumbos. No se está yendo decididamente de la plutocracia al multilateralismo. No se está acabando con los paraísos fiscales, que hacen posible los tráficos de toda índole (drogas, armas, personas…). No se están erradicando ni la especulación ni la economía irresponsable. No se está contrarrestando la excesiva concentración del poder mediático. No se están iniciando los pasos conducentes a un nuevo modelo productivo de desarrollo global sostenible. Como antes de la crisis, lo único importante es negociar, vender, producir lo más barato posible mediante una deslocalización hacia el Este que no tiene en cuenta cómo viven los “productores” de estos países ni si se observan sus derechos humanos.

Las instituciones públicas como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, así como instituciones privadas de dudosa imparcialidad, están –cuando no supieron prever ni prevenir la crisis – actuando de forma interesada en favor de los mismos que originaron la grave situación presente. Ha llegado el momento de reaccionar frente a quienes pretenden que el mundo sea, simplemente, un inmenso mercado y los habitantes de la tierra tan sólo consumidores. Ha llegado el momento de aplicar el acervo del conocimiento disponible para encarar los desafíos de la naturaleza enfurecida.

Hay que sobreponerse a la apatía, al temor. Dice así el primer párrafo del preámbulo de la Declaración Universal : “… Se ha proclamado, como aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del miedo y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencia…”.

La existencia humana ha discurrido en espacios muy limitados, de modo que, con la excepción de grandes pensadores capaces de sobrellevar su confinamiento, las personas vivían temerosas de lejanos dioses y señores más próximos. Se ha hecho secularmente todo lo posible para que los ciudadanos no pudieran abandonar su condición de vasallos. La educación se ha limitado a la alfabetización y formación básica por parte de los países coloniales, y los sistemas autoritarios han propiciado el adoctrinamiento, la dependencia, la pertenencia sin discrepancias. La ignorancia conduce a la superstición. Y así se genera el fanatismo, el dogmatismo, la obcecación, el acobardamiento. Cuando por fin hay quienes logran ser “educados”, es decir, “ser ellos mismos”, cuando se está a punto de no ser sólo tomado en cuenta en los comicios electorales, sino contar y ser tenido en cuenta, entonces se despliegan las inmensas alas del poder mediático que los reduce a espectadores impasibles.

Hasta que un día llega, con la moderna tecnología de la comunicación, la posibilidad de construir en el ciberespacio lo que hasta ahora se ha podido evitar en la “vida real”. Hoy es ya posible modificar con la telefonía móvil, Internet, etc., la realidad tercamente acuñada, siempre imperturbable; movilizar a millones de seres humanos que pueden, por fin, unir sus voces y anhelos; y llevar a cabo la revuelta, pacífica pero firme, que los guardianes de la inercia y de los privilegios no dejaban ni siquiera esbozar. Y es que desconocían el próximo párrafo del preámbulo de la Declaración Universal : “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso a la rebelión contra la tiranía y la opresión…”. Todo aquello que sojuzgue y reduzca a los seres humanos debe eliminarse si se pretende evitar la justa reacción popular de quienes tanto han padecido, tanto padecen. Con la participación no presencial, el panorama de la emancipación ciudadana en relación al poder cambiará radicalmente en muy pocos años.

De este modo, en menos tiempo del que muchos calculan, el siglo XXI será, por fin, el siglo de la gente, el siglo de la fuerza de la razón y nunca más de la razón de la fuerza. Se llevará así a efecto el último “considerando” del preámbulo de la Declaración que he querido comentar en este artículo: “Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”.

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