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actualizado 12 de abril 2011

Me quedaré solo
“La soledad es muy hermosa… cuando se tiene a alguien a quién decírselo”. Gustavo Adolfo Bécquer
Por Rodrigo Solís

Lo que más amo (o me gusta, tampoco hay que exagerar) de ser escritor es que estoy solo. Completamente solo. Yo y mis pensamientos encerrados en un cuarto. Creando y moldeando historias a mi antojo. Jugando a ser dios, a veces bondadoso, la mayoría del tiempo cruel, tal como se comportan los dioses verdaderos (si es que existen, aunque lo dudo).

La paga es poca, el escarnio público mucho. No importa. La soledad de un escritor no tiene precio. No lo puedo suscribir, pero sospecho que Carlos Slim y Emilio Azcárraga cambiarían sus fortunas mal habidas por escapar del batallón de ejecutivos que les susurran las 24 horas del día a los oídos. Sus pensamientos no son propios, sino un avispero de voces, todas ellas pagadas, condicionadas, externas, fuera de sus mentes, de sus multimillonarias cabezas.

Cada día que escribo es un éxito personal. Un triunfo minúsculo. Pequeñito. Insignificante. Mío. Propio. Es verdad que los escritores somos egocéntricos, pero más que eso, somos egoístas. Recelosos de nuestro tiempo. De nuestro espacio. De la soledad. Por eso escapamos de la gente. Del ruido que son sus conversaciones inútiles, chillonas, estridentes, intrascendentes, molestas.

Un escritor no busca la grandeza (o fantasía) de cambiar el mundo. Se conforma con crear mundos paralelos. Dimensiones artificiales que son espejos del mundo real. Tan exactos, tan iguales, que se confunden. Y la gente que habita en el mundo real se maravilla o se irrita al verlos: se maravilla si no descubre su reflejo en la realidad falsa; se irrita si al mirar la realidad falsa descubre su reflejo.

Sumando y restando la escritura te dejará en bancarrota. Sumido en deudas. Y solo. Completamente solo. Pero como se sabe, un escritor valora y aprecia más que nada la soledad. Entonces, se podría decir que el escritor es un masoquista, un ser torturado, asiduo a la derrota. Un perdedor feliz.

Mamá me pregunta, ahora que he regresado a casa, derrotado, humillado, un hombre de 31 años, que por qué no le hablo a mis amigos del colegio con los que crecí. Que por qué no salgo con ellos. Porque no me interesa, respondo. Mamá se entristece, siempre se ha entristecido por no tener un hijo popular y ganador como ella. Mis aspiraciones son ridículas: me conformo con leer libros, ellos nunca me defraudan, siempre tienen algo interesante y horrible que decir. No me obligan a salir de casa, menos a ir a restaurantes, a reuniones, a conocer a sus hijos, presumirme lo maravillosa que son sus vidas.

Deberías salir con tus amigos, insiste mamá, infatigable, insaciable, no se conforma con tener una hija famosa, futura estrella de portadas de revistas de cotilleo. No, respondo. Hago oídos sordos, me concentro en no perder el hilo de los diálogos que aparecen en la pantalla. Mi amigo escritor gordo argentino, famoso por sus blogs, no miente al decir que hoy día la literatura está en la televisión (en la televisión gringa e inglesa, naturalmente).

¿Te gustaría colaborar en el nuevo guión de un amigo que trabaja en la televisión?, me pregunta Bicho, mi hermanita famosa, ex reina de belleza. Mi oportunidad soñada, pienso. Sí, accedo con timidez. Leo el guión. Un espanto. Un horror. Un esperpento. No ha inventado aún un calificativo que pueda expresar, encapsular en una sola palabra el estiércol que tienen en la cabeza los guionistas de programas de televisión en México. No me sorprende que le den luz verde al nuevo show, que logre los índices más altos de rating.

Jamás seré un guionista como Larry David, Jerry Seinfeld, Ricky Gervais, pienso con amargura. Los mexicanos nacimos huérfanos del gen del humor para la televisión. Que no los engañen, los mexicanos no somos graciosos. Creemos serlo, pero no lo somos. El primer paso para ser graciosos, graciosos de verdad, es reírse de uno mismo. Aceptarnos como las criaturas desagradables que somos. Y con ello que no se entienda salir en pantalla disfrazado de vieja chancluda, policía corrupto, lavandera vulgar, etcétera, y hacer lo que siempre se ha hecho desde que existe la televisión en México: lobotomía nacional.

Mi prima hermana que vive en Estados Unidos, desde el otro lado de la frontera me ha insultado vía Facebook. Me ha llamado cabrón por burlarme de su papá, él, que siempre ha ayudado a mamá cada que lo ha necesitado. Tomo nota mental, agrego a lista a otro familiar que me odia. Es una constante, por ende estoy acostumbrado, es un efecto dominó desde el día que se inventaron los blogs y aficionados a las letras como yo pueden hacer del dominio público sus dislates y delirios de grandeza.

Yo amo a mi prima hermana, o eso creo. Me recuerda a las fotografías de mi abuela cuando era joven. No importa que nunca la vea. O casi nunca. Nos vemos en promedio cada cuatro años: como los Mundiales. Quizá por eso creemos que nos queremos, nos amamos. Cuando ella viene a visitarnos todo es fiesta, alegría: como en los Mundiales.

¿Por qué la gente (en especial mi familia) cuando se molesta por algo que público, lo primero que hacen es meter a mamá? Un misterio, aunque tengo algunas teorías. Desde el día que empecé a escribir descubrí que la mejor forma de hacerlo era desnudo, o sea, sin uniforme, o sea, sin disfraz de intelectual, o sea, a pelo, o sea, en primera persona, o sea, firmar con mi nombre y apellido.

No me da vergüenza (aunque debería darme) decir quién soy, compartir mis debilidades, deslices, incontables fracasos, deslealtades, defectos físicos, ventilar mis traumas, exponer mi alma cochambrosa, mutilada, rota. Y no es que vaya de puerta en puerta y me meta en la habitación de gente que no conozco y les diga: “hey, dejen de hacer lo que están haciendo y mírenme, soy un monstruo”.

Tengo Facebook, Twitter, dos blogs y me publican en algunas revistas, periódicos y páginas de Internet en México y en el extranjero, no obstante, no se ilusione el aprendiz de escritor, soy un hombre pobre. En todos los espacios que poseo (o me poseen), por voluntad propia, la gente torcida, herida, enferma, los bichos raros se sumergen en mis textos, algunos regresan por más, la mayoría no. Juro que jamás le he puesto una pistola en la cabeza a alguien para que me lea. En cambio, yo sí que he tenido una pistola entre ceja y ceja por escribir lo que escribo.

¿Por qué publiqué en mi blog un twit del papá de mi prima, mi tío, el hermano de mamá? Respuesta: porque es gracioso. Demencial. Material de Curb Your Enthusiasm, Seinfeld, Extras. Pero en especial, porque me siento orgulloso de pertenecer a una familia tan loca. Tan poco convencional. A mi tío lo quiero mucho, no digo que lo amo porque sería mentir, lo veo en promedio cada cuatro años, pero no por eso me voy a reservar sus comentarios para mí solo, eso sería egoísmo, un crimen contra la humanidad, o mejor dicho, para los dos o tres lectores que me siguen.

¿Acaso es algo gracioso, chistoso, hilarante que mi tío asegure tener la cura del Sida? ¿Soy un cabrón por sugerir que el descubrimiento científico del siglo pierde credibilidad al ser confesado no a la Secretaría de Salud de los Estados Unidos sino a la actual Miss Universo vía Twitter? Me asumo como un cabrón, pero no por todo lo que pueda publicar en mis blogs y/o futuras novelas. Tampoco creo que sea un crimen recordar que mi tío quiso secuestrar a mi hámster Hashish para inyectarle hormonas de crecimiento y convertirlo en un koala, o, la vez que aseguró haber creado en su laboratorio a un pegaso. Por Dios, esas historias marcaron mi niñez. Hicieron mi vida soportable. Evitaron que me arrojara desde la azotea de casa. Pintaron de color mi existencia gris. Me quitaron la venda de los ojos: los adultos podían ser niños. Por eso, cuando recuerdo y comparto estas historias con los dos o tres lectores que tengo (si tuviera más, Alfaguara o alguna editorial de primera división ya me hubiera reclutado y sacado de la pobreza) siento que amo a mi tío. Que tenemos un vínculo verdadero: que su sangre corre por mis venas.

Repito: ¿Por qué será que mis lectores (curiosamente casi siempre es algún familiar) cuando se indignan por mis publicaciones, lo primero que hacen es arremeter contra mamá? Quizá sea por que decirle pobre diablo a un pobre diablo que sabe y se asume como un pobre diablo no es hiriente. Entonces hay que recurrir al origen: a la mamá que parió al pobre diablo. Mi prima, acuchillado su honor (justificadamente), me recuerda que su papá ha ayudado a mamá cada que se ha visto metida en algún problema. ¿Acaso es una virtud que un hermano le tienda la mano a su hermana menor cuando se ve sumergida en alguna dificultad? Desde luego que sí. Del mismo modo como una hermana menor se ha desvivido en ayudar a su hermano mayor cada que éste se mete en problemas. Y no voy a caer en el más gusto de hacer un recuento puntual de quién ha tenido más problemas en la vida.

Conclusión: mi prima (por poner un ejemplo) nunca escatimó en halagos: siempre alabó mis escritos, dijo que era yo un genio incomprendido de las letras. Sin embargo, ahora me odia, o me guardará rencor por lo escrito, o puede que me sigue amando como siempre (su corazón es igual de grande que el de mi abuela y el de mamá); en adelante estará alerta, en guardia, esperando una nueva indiscreción de mi parte. Y así los poquitos lectores que me quieren o creen quererme irán cambiando de parecer cuando el día de mañana descubran sus rostros reflejados en mis letras.

Moriré solo. O tal vez no. Quizá algún familiar se apiade de mí y envenene el café con leche que tomo por las mañanas mientras escribo.

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