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actualizado 22 de agosto 2011
El Antidoto contra los caudillos
La respuesta a nuestra pesadilla la encontramos, en mi opinión
Por Alfredo M. Cepero*
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El engendro diabólico que ha martirizado, asolado y prostituido a nuestra patria por más de medio siglo cumplió 85 años la semana pasada. Con tal motivo, muchos tratamos de encontrar respuesta a la gran interrogante, hasta ahora sin respuesta que me haya satisfecho, de las causas que condujeron a la horrible destrucción moral, síquica, política y económica de una nación otrora próspera y relativamente feliz.Aceptando el riesgo de ser acusado de simplificar nuestra historia—pero siempre rindiendo honor tanto a la brevedad como a la claridad—he decidido concentrar mis argumentos en lo que considero la mayor causa de nuestros males nacionales. Esa no es otra que nuestra endémica y trágica fascinación con los caudillos.

El mitómano, narcisista y miserable que se niega a darnos la felicidad de asistir a su largamente pospuesta cita con el diablo lleva aferrado al poder desde que tenía 33 años de edad. Cincuenta y dos años gobernando a una nación que ha convertido en predio de sus privilegios y oprimiendo a un pueblo que ha reducido a esclavo de sus caprichos y convertido en víctima de su odio.

Porque únicamente los improvisados analistas que nos gastamos por este páramo que es el exilio—los mismos que dijeron que el heredero asesino sería mas pragmático que su hermano—se creen la patraña de que el achacoso dinosaurio ya no influye en las decisiones de gobierno. Gobierna y gobernará hasta el último aliento de su miserable vida porque el segundón que dice haberle sustituido fue programado a obedecerle desde que el tirano en jefe le apabullaba a bofetones durante una infancia de anarquía y violencia en la escuela de bandidos de Birán.

La respuesta a nuestra pesadilla la encontramos, en mi opinión, en un breve recorrido por nuestra historia nacional. Tan pronto como 1875, en el curso de nuestra gesta gloriosa de los diez años, el caudillismo afeaba su fea cabeza en nuestros asuntos políticos. El General Vicente García, un valiente patriota consumido por el protagonismo, puso en marcha un frustrado golpe de estado contra el Presidente Salvador Cisneros Betancourt en el bochornoso incidente de las Lagunas de Varona. El General García no fue, por otra parte, el único de nuestros militares que retó al poder civil pero ninguno fue tan lejos. El mismo Máximo Gómez tuvo sus diferencias con José Martí. Pero el viejo roble dominicano nos daría mas adelante una lección de cívica cuando rechazó la candidatura a la presidencia en 1902 con su famosa frase de: “Prefiero libertar a los hombres antes que tener que gobernarlos”.

A solo cuatro años de inaugurada la república, en 1906, nuestro primer presidente solicitó la intervención norteamericana antes que traspasar el poder a sus adversarios políticos que le acusaban de realizar unas elecciones fraudulentas. Estrada Palma pasó de la legalidad de la presidencia a la ilegalidad del caudillismo y, con ello, deshonró y debilitó a la naciente república.

Andando el tiempo, en su obsesión por aferrarse al poder, otro presidente electo en forma democrática en 1924 optaría por el caudillismo. El General Gerardo Machado y Morales, que ejerció su cargo en forma ejemplar durante su primer período presidencial, excluyó a su oposición política en 1928 a través de una infausta alianza entre liberales, conservadores y populares que llamaron “cooperativismo”. Quién no cooperara con sus designios dictatoriales quedaría eliminado del escenario político. El 12 de agosto de 1933 el pueblo salió a las calles y lo sacó a puntapiés de la presidencia.

En noviembre de 1958, el cobarde que como un ladrón había alterado el ritmo constitucional, burlado el orden jurídico y violado la República en la madruga del 10 de marzo de 1952, dio un segundo golpe de estado falsificando los resultados de las elecciones y negándole la victoria al candidato de la oposición Dr. Carlos Márquez Sterling. Con ello selló la destrucción de la nación cubana y se convirtió en el principal aliado de Fidel Castro. Como ha dicho mi amiga Lucy Echeverría de Rodríguez: “Sin un Fulgencio Batista jamás habría habido un Fidel Castro”. Dos meses después comenzaría la más horrible y larga tiranía que haya conocido no solo Cuba sino el Continente Americano.

Justo es sin embargo apuntar que ninguno de esos personajes siniestros habría tenido la menor posibilidad de lograr sus mezquinos propósitos sin el consentimiento—a veces expreso y casi siempre tácito—de un pueblo ignorante de sus derechos y reacio a asumir sus deberes como ciudadanos. He ahí la gigantesca tarea que tienen ante sí las futuras generaciones de cubanos que aspiren a servir a la patria. Sembrar en la conciencia de sus conciudadanos la convicción de que el soberano es el pueblo y los gobernantes sus siervos. Todo lo contrario de lo que les han martillado a palos, miseria y terror en los últimos 52 años. Una especie de catarsis nacional cuya aplicación tomará por lo menos una generación pero sin la cual jamás tendremos nación.

A pesar de este sombrío panorama tenemos algunas buenas noticias. Son muchos los apóstoles que han predicado este evangelio de derechos y deberes ciudadanos en el curso de nuestra historia. Ya lo dijo José Martí con su “cree hombres quien quiera pueblos”. O cuando en otro momento nos advirtió sobre la fragilidad de la naturaleza humana y dijo: “Todo hombre es la semilla de un déspota; no bien le cae un átomo de poder, ya le parece que tiene al lado el águila de Júpiter, y que es suya la totalidad de los orbes”.

Dos cubanos que compartieron su doble compromiso de amor a Cristo y de amor a Cuba nos dieron sus respectivas fórmulas para el camino azaroso e incierto de crear pueblos. “En un pueblo virtuoso es imposible que se erija un tirano”, nos dijo el Padre Félix Varela. Y en una especie de admonición categórica Monseñor Eduardo Boza Masvidal nos dijo: “La hora del caudillismo debe terminar”.

Por otra parte, me parece importante que junto a estas sabias enseñanzas se establezcan reglas del juego político que mantengan a raya los impulsos totalitarios de los aspirantes a caudillos. Por ejemplo, poner límites tanto a la reelección como a la permanencia en los cargos electivos. Quizás extender de cuatro a seis años el ejercicio de la presidencia con la limitación absoluta de un solo período. Dos virtudes tendría esta fórmula: Evitaríamos el riesgo de futuras dictaduras, así como tendríamos a un presidente libre de los chantajes de los intereses creados y mas concentrado en servir a su pueblo que en ser reelecto para seguir viviendo del cuento. Limites similares, aunque algo mas prolongados, podría establecer para cargos electivos en el poder legislativo, en la provincia y en el municipio.

Necesitamos, por otra parte, una garantía sólida contra la asechanza de los militares devenidos en autoproclamados salvadores de pueblo. Tenemos que poner fin de una vez por todas a los malditos golpes de estado. Aunque me opongo a la pena de muerte aplicada a civiles, considero que el militar en ejercicio que dirija o participe en un golpe de estado debe ser juzgado en la jurisdicción militar y enfrentar la pena de muerte sin opción de adecuación de la pena por parte del tribunal que lo juzgue. No puede haber compasión alguna para los miserables que pongan su ambición personal por encima de la libertad y el bienestar del pueblo de Cuba.

Ahora bien, los jueces de última instancia somos los hombres y mujeres que queremos la instauración de una república democrática donde todos podamos expresar a gritos nuestro pensamiento sin temor a represalias por parte del gobierno. A nosotros nos corresponderá juzgar a quienes aspiren a gobernarnos y, sin dudas, tendremos simpatías y preferencias por algunos candidatos. Pero a ninguno, absolutamente a ninguno, debemos extenderle un cheque en blanco para violar los principios y las garantías de nuestra democracia como lo hemos hecho en el pasado. Todos bajo la ley y nadie sobre la ley.Después de todo, la patria es: “Tarea de todos, pedestal de nadie.”
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