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actualizado 28 de febrero 2011

Indignación ciudadana
Hubo un tiempo en el que los parlamentarios hacían honor a su nombre y “parlaban” al exponer sus propuestas
Por José Carlos García Fajardo*

Los políticos ascienden en la vergonzosa categoría del desprestigio. Antes, cuando se preguntaba a los ciudadanos cuáles eran los principales problemas del país respondían que el paro, la economía, el terrorismo, la vivienda… Llama la atención el ascenso de la corrupción pero ahora los ciudadanos ponen en tercer lugar de su decepción a la clase política, a los políticos, sin más. Por delante del terrorismo.

Aunque ya comienza a asociarse corrupción con otra forma de terrorismo y a la clase política como ejemplo de arbitrariedad, sectarismo y, lo que es peor, como elemento que puede llevar a la ira por su ineficacia, su falta de dedicación, el espectáculo de las bancadas del Congreso y del Senado vacías. Salvo cuando están los medios de comunicación, sobre todo las televisiones. Indignan sus sueldos, sus vacaciones, sus dietas y prebendas. Llegan al paroxismo sus pensiones después de haber sesteado durante algunos años, salvo algunos que parecen haber pasado de los pupitres de la escuela a los del Parlamento. Acaba de conmemorarse el 30 aniversario del intento de golpe de Estado de los militares y allí estaban el presidente del Congreso, José Bono, y otros más, después de tres décadas de coche oficial y escoltas.

Causa vergüenza ajena e indignación la forma de comportarse en las sesiones parlamentarias, en las Comisiones y ante los medios de comunicación. En ninguna sociedad organizada, universidad, magistraturas, colegios de profesionales, sindicatos o empresas económicas, sería posible soportar una conducta semejante. Insultos, descalificaciones, frases hechas, latiguillos, mofa y carcajadas, escándalo desde sus escaños y rechazar siempre, usque ad nauseam, cualquier propuesta, proyecto o plan del gobierno de turno. Jamás aportan una propuesta alternativa, un proyecto ilusionante, una idea constructiva. Obedecen a consignas de sus “responsables ideológicos y de imagen” de cargar todos los males y denuestos al ministro de turno, sea el que sea y hable de lo que hable. El método Ollendorff, “¿de dónde vienes?” “¡manzanas traigo!” empalidece ante la bochornosa y reiterada actitud de una masa que supera a la de un circo romano o a la de las gradas de los hinchas en los encuentros de fútbol.

Hubo un tiempo en el que los parlamentarios hacían honor a su nombre y “parlaban” al exponer sus propuestas o en sus turnos de respuesta desde los escaños de la oposición. Durante décadas, les estuvo prohibido leer discurso alguno en sus intervenciones. Tan sólo se les permitía llevar un esquema o unos datos en una cuartilla pro memoria y precisión. Era indigno de un parlamentario no ser capaz de utilizar la réplica o la dúplica sin papel alguno y refiriéndose en exclusiva a la intervención concreta de su oponente. En este país nuestro, ya están tan acostumbrados a llevar escritas e impresas sus intervenciones, réplicas y dúplicas… diga lo que diga el ministro o el parlamentario que acaba de abandonar la tribuna de “oradores”. Las traen escritas de casa, por supuesto, se las han escrito. De ahí el desprestigio de esta fauna que motiva tanta abstención en las votaciones al Parlamento, a las comunidades y alcaldías, así como al Parlamento Europeo, órgano supremo de representación política en esta flácida Unión Europea.

Esta peligrosa deriva tiene su origen, a juicio de Joaquín Leguina (un ex presidente de la Comunidad de Madrid), en la poca o nula experiencia laboral y profesional de los nuevos políticos. Una pobreza curricular que les obliga a unos discursos tan previsibles como planos. Atribuyen al adversario una total incapacidad para gobernar, intereses espurios, corrupción, y malas intenciones. Se viste el maniqueo y se convierte al adversario en enemigo. No se trata de convencer a nadie sino de maltratar al oponente.

Los responsables, en su opinión, son unos delincuentes sociales llamados asesores de imagen y que cobran grandes cantidades de dinero por sus miserables consejos. ¿Era esta la democracia añorada en la que podríamos participar como ciudadanos libres y sujetos de derechos fundamentales? ¿Se puede llamar democracia a un sistema electoral de listas cerradas en las que cada partido mete a sus paniaguados, especialistas en nada, cuneros sin ideas.

¿Es posible respetar a quienes jamás regresan a las circunscripciones por las que fueron elegidos? Para rendir cuentas y escuchar sus necesidades y sugerencias.
Gracias a los nuevos medios de comunicación, los ciudadanos conocen y piensan sobre estos abusos, sueldos y gratificaciones y están en una fase de decepción y bochorno que habrá de tornarse en ira y rebeldía.

Los ciudadanos desprecian a sus políticos y un día patearán las uvas de la ira en vino fuerte y amargo para barrer a una clase desprestigiada, grosera en sus modos y escandalosa en su desprecio hacia los ciudadanos a los que representan en los concejos municipales, en los consejos autonómicos y en las Cámaras parlamentarias. Y en las estériles instituciones europeas.

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