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actualizado 9 de Febrero 2011

Plus de Humanidad
Cabe preguntarse cuán libres queremos volver a ser, cuán dueños de nuestro destino y a quién queremos ceder el control de nuestras emociones
Por Teodoro J. Martínez

“Ciertos medicamentos con receta se han convertido en una de las principales causas de ingreso hospitalario y muerte”. A esta conclusión llega el equipo investigador coordinado por el Dr. Coben, en un reciente estudio sobre los ingresos hospitalarios debidos a intoxicaciones de tipo farmacológico en Estados Unidos. Entre estos fármacos recetados por facultativos, destacan las intoxicaciones por benzodiacepinas, que se incrementaron un 65% entre 1999 y 2006. Este incremento duplicó las intoxicaciones por cualquier otra sustancia, ilegal o no.

Las benzodiacepinas son sustancias farmacológicas de uso legal, utilizadas habitualmente para el tratamiento de los trastornos por ansiedad, si bien tienen otros usos autorizados, como el antiepiléptico, la inducción del sueño o la relajación muscular. Su efecto es muy similar al del alcohol, puesto que actúan en receptores cerebrales similares. De los fármacos incluidos en este grupo, sólo dos (diacepam y loracepam) están incluidos en el listado de Medicamentos esenciales de la Organización Mundial de la Salud. Su uso se asocia a una inquietante tendencia a producir tolerancia (disminución del efecto terapéutico para la misma dosis) y dependencia (dificultad para abandonar el tratamiento, una vez superada la situación médica que indicó su uso), por lo que la mayoría de los protocolos médicos limitan la duración máxima de los tratamientos a unas 4 semanas.

El consumo de benzodiacepinas se ha ido incrementando de manera constante en los países industrializados. En España, durante el 2009, el gasto farmacéutico de este grupo terapéutico supuso casi el 1% del total, y se consumieron más de 46 millones de envases (un 2,25% más que el año previo), el equivalente a que cada español (incluyendo los niños y bebés) consumiera un mes al año dichas sustancias. La distribución del consumo, sin embargo, no es tan homogénea: los estudios de prevalencia demuestran que son las mujeres, y en especial las de mayor edad, las que más las utilizan, solas o combinadas con antidepresivos. Además, los períodos de consumo exceden en mucho el año de duración, acercando su uso más a la adicción que a la utilización terapéutica.

La ansiedad surge como un desequilibro entre los problemas que tenemos que afrontar, y nuestra percepción (real o no, pero plenamente interiorizada) de nuestras propios recursos y capacidades para solucionarlos. En ese equilibrio entran en juego factores dependientes del individuo que se agobia (genética, susceptibilidad, carácter, historia personal...), del ambiente en el que se mueve, y de la sociedad en la que vive. Con estos elementos, cada individuo evalúa, expresa y vive de manera única las experiencias vitales. Cuando la reacción individual no es equilibrada, y el estímulo estresante nos supera, aparece el estrés, el agobio, el miedo, la ansiedad, la dificultad para dormir, para olvidar, para escapar.

La respuesta de ansiedad no es nueva; forma parte de nuestra especie, y en condiciones normales motiva al individuo a realizar sus funciones y a enfrentarse a situaciones nuevas. Lo que sí parece característico de nuestro tiempo es la frecuencia con que se torna patológica, de que los estímulos sean más intensos, o de que nuestras defensas sean más débiles. Si queremos buscar responsables de este aumento de los trastornos ansiosos, y asumiendo que la genética individual no es muy diferente hoy de la que había hace 100 años, tendremos que concluir que la sociedad y el ambiente son ansiógenos, insanos.

Hemos perdido redes sociales que amortigüen los golpes, hemos perdido hombros en los que llorar, y oídos que nos escuchen. Parecen fuera de lugar abrazos en los que acogernos. Hemos sustituido la conversación junto a la lumbre por la pastilla para dormir, y la callada reflexión del pastor ante la abrumadora naturaleza por el gimnasio y el centro comercial.

Cabe preguntarse cuán libres queremos volver a ser, cuán dueños de nuestro destino y a quién queremos ceder el control de nuestras emociones y la solución de nuestros conflictos: si a los amigos y familiares que elijamos, o a pastillas milagrosas que borrarán unas horas nuestra necesidad de acción ante los problemas, aunque no los solucionen, nos consuelen ni nos aconsejen. Ciertamente, no somos tan racionales como nos gustaría ser, ni los albedríos tan libres como nos gustaría proclamar. Pero tampoco es tan grande la influencia ambiental como para que no pueda ser modulada por nuestras decisiones. Es ese plus de humanidad que transforma la convivencia.

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