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actualizado 11 de mayo 2011

La dama de la fotografía
“El amor de los jóvenes no está en el corazón, sino en los ojos.” William Shakespeare
Por Rodrigo Solís

“A buena hora, Rodrigo, a buena hora”, pienso y me siento a escribir sin otro fin que el de exorcizar ciertos fantasmas del pasado, como el recuerdo de cuando era un adolescente ingenuo y egoísta, y con la misma ceguera de un niño que no puede concebir que un anciano haya podido ser joven alguna vez, ignoré al ser humano que era mi abuela en sus últimos días: una anciana de ojos enloquecidos que me sujetaba del brazo con manos temblorosas y fuerza que no correspondía al costal de huesos y pellejos que era me decía “No me dejes, me quieren matar, todos me quieren matar”. Su aliento podrido y el arrecife de dientes amarillos y torcidos que brotaban de sus encías moradas hacían apartarme en el acto para no vomitar sobre su silla de ruedas. Hubo tiempos mejores. De muy niño, casi todos los sábados mi mamá nos llevaba a mi hermano y a mí a dormir a casa de mi abuela. Por esas fechas mis padres, estrenándose en el matrimonio y viéndose por unas horas libres de sus pequeños monstruos, aprovechaban, supongo (y espero que así haya sido), para ir a cenar, para ir a bailar, para hacer el amor o para hacer lo que hicieran las personas de mediana edad a mediados de los años ochentas.

Recuerdo que no me la pasaba mal en casa de la abuela. Incluso tengo bonitos recuerdos de aquellos días. Mi abuela, venerable ancianita a la que sus nietos y conocidos llamábamos Icha, nos recibía con muchos abrazos y besos, y básicamente se dedicaba a consentirnos cada segundo durante nuestra estancia en su hogar. De aquellos días lo que recuerdo con más nostalgia y alegría era la hora antes de dormir. Mi abuela iba a su librero y sacaba unos delgados libros de pasta dura para luego sentarse al borde de la cama y con voz dulce y pausada leer cada una de sus páginas. La verdad es que no recuerdo de qué trataba ni uno sólo de aquellos cuentos infantiles, pero lo que sí recuerdo era el candor y ternura con que mi abuela leía. Era imposible no caer hipnotizado por la forma en que lo hacía, haciendo las pausas donde debía hacerlas y modulando la voz según lo ameritaba cada dialogo del relato como sólo puede hacerlo quien se dedicó a la docencia durante toda la vida. Uno se sentía marinero seguro y en buenas manos antes de zarpar al inmenso y misterioso océano de los sueños.

Lo mejor de aquellos días en casa de mi abuela era el despertarse muy temprano en la mañana. Abrir los ojos sólo podía significar una cosa: hot cakes. Mi hermano y yo salíamos disparados de la cama y nos íbamos a su cuarto donde nos sentábamos frente al televisor a ver a Chabelo mientras nos relamíamos los bigotes al olfatear el aroma que llegaba desde la cocina, de la pila de hot cakes que nos aguardaba para el desayuno. Mi hermano pedía los suyos término medio, es decir, que estuvieran chiclosos por dentro, yo en cambio los prefería bien tostados y de preferencia pequeñitos. Mi hermano y yo queríamos mucho a Icha; él la adoraba porque fue algo así como su mamá y yo la adoraba aún más porque era mi protectora. Icha me protegía de un ser siniestro que habitaba en su casa. Era un anciano calvo y feo que todos los días se levantaba antes del amanecer para calzarse unos guantes de boxeo y pegarle a un enorme saco durante largas horas; también se ejercitaba brincando la cuerda y golpeando una pera de boxeo a una velocidad tan asombrosa que me parecía difícil de creer el hecho de que ese mismo viejo alto y delgado fuese el esposo de mi querida Icha.

Al anciano le decíamos Papá Abu, y trabajó para un banco desde su infancia hasta el día en que se jubiló. Cuando nos sentábamos a la mesa a desayunar el viejo me escrutaba con su mirada amarga e inquisidora, y si descubría que yo estaba serio o melancólico me preguntaba qué por qué estaba tan triste, y si descubría que estaba contento, me preguntaba qué por qué estaba tan feliz, es decir, al anciano le enfadaba por igual cualquier estado de ánimo que yo pudiera experimentar. “Ya, déjalo en paz”, decía Icha tirándole una mirada de pocos amigos. “Míralo, este niño no está normal”, se defendía el viejo gruñón mirándome con recelo y adivinando la oveja descarriada en la que me convertiría con los años.

Después de desayunar y poco antes de que el viejo amargado nos llevara de vuelta a casa de nuestros padres, yo me escabullía hasta encontrarme con una misteriosa mujer. En la sala de casa de Icha, sobre una mesita, descansaba un portarretrato con su fotografía. Esta mujer era bellísima, y me le quedaba observando durante varios minutos. La mujer de la fotografía tenía los dientes blancos que apenas enseñaba en un esbozo de sonrisa. Sus labios estaban pintados de un color rojo carmesí que hacían un bonito contraste con su piel blanca y lozana. Sus ojos eran grandes y oscuros, pero más oscuros eran sus cabellos, aprisionados en un elegante sombrero negro. En la imagen sólo aparecía el rostro de aquella mujer, por lo que tenía que valerme de toda mi imaginación de niño para terminar la estampa. Imaginaba que esa mujer tan bella y distinguida sólo podía estar vistiendo un vestido de noche tan negro como su cabellera, y para protegerse del frío seguramente llevaba encima un grueso abrigo de piel que hacía juego con el tocado. A sus espaldas, ese difuso paisaje que no se alcanzaba a distinguir era de alguna glamorosa calle como las de las películas en blanco y negro que veía mi abuela. Así era como imaginaba el resto de la fotografía que acaparaba el rostro hermoso y elegante de la mujer que materializó para mí en una imagen lo que significaba de la palabra “dama”.

Un día, cuando Icha me descubrió observando la foto, le pregunté quién era esa mujer, a lo que sonriendo me respondió “a que ni te lo imaginas”. Y como mi imaginación no me dio para tanto, le pregunté a mi mamá y ella me reveló que esa hermosa mujer era Icha.

Hay días como hoy en los que no puedo evitar sentir cierta culpa y repetirme a mi mismo: “a buena hora, Rodrigo, a buena hora”, porque de adolescente no pude encontrar en los ojos de una vieja deschavetada el candor de la mujer que de niño me protegió de todos los males del mundo, como ese anciano feo y calvo del cual lo ignoraba todo, como que nunca supo lo que era ser un niño al quedar huérfano de padre y madre casi desde la cuna, teniendo que ingeniárselas para trabajar desde pequeño en un banco de office boy y escalar desde el peldaño más bajo del escalafón hasta llegar a ser el gerente del banco, y esto gracias a que pudo encontrar las fuerza que le hacían falta en los días de flaqueza en una mujer, la mujer de su vida: la dama de la fotografía.

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