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actualizado 13 de mayo 2011

Cuando el FONCA nos alcanza: día dos
Tres horas duró la operación de Carlos Salcido 2006
Por Rodrigo Solís

1
Aborrezco los encuentros de intelectuales por muchos motivos puntuales y/o incontables razones específicas, naturalmente no los enumeraré por respeto, pues podría llenar de cien a doscientas cuartillas, o (a quién quiero engañar) 422 hojas, tal cual fue el caso de mi opera prima rechazada por todas las editoriales de primera, segunda y tercera división, cuartillas y cuartillas cargadas de veneno, encono, algo insufrible, realmente aburrido e innecesario de leer. Así que me limitaré a mencionar el primerísimo lugar que encabeza la lista de cosas que detesto de los encuentros: nada más pisar la sede, epicentro o base de operaciones de lecturas y/o exposiciones artísticas, me vienen unas ganas locas de cagar.

Es inevitable. Infranqueable. Insalvable. Ineludible. Inexorable. ¿Por qué tantos sinónimos sacados del Word? Para que quede clara, precisa, puntual, mi alergia hacia los intelectuales, que como ya mencioné un millón de veces (y perdonarán el cliché) van disfrazados irremediablemente con bombines, boinas, sombreros de ala ancha (ala chica, sombreros de Indiana Jones, etcétera), bufandas, caftanes, sacos con parches en los codos, suéteres de cuello de tortuga (no importa que sea primavera), mallones, lentes de pasta ancha, peinados a lo Tim Burton y/o Helena Bonham Carter.

El Centro de las Artes San Luis Potosí (anoto la dirección, es lo único que vale la pena de la ciudad: Calzada de Guadalupe #705, Colonia Julián Carrillo) resultó ser una ex penitenciaría.
-Mayate, ¿así son los fuertes de Campeche? –pregunta el judicial.
-Sí –miento.

Atravesamos los altísimos muros y la puerta de madera del ahora centro artístico de la ciudad.
-A su derecha podrán ver la que fuera la celda de Francisco I. Madero –dice el guía de turistas señalando un cuarto pequeñito donde puede verse un busto de bronce encerrado tras un paño de cristal.

El guía explica que en 1910 o una fecha de principios del siglo pasado (lo siento, no es que no me interese la historia del país, mi atención está enfocada en mantener cerrada a cal y canto mi compuerta trasera para evitar el horror) el general Porfirio Díaz ordenó apresar a Francisco I. Madero por conato de rebelión, ultraje y otros delitos que no alcanzo a escuchar. Y ese es todo el tour informativo que recibimos hasta que llegamos a la explanada central donde se irgue justo en medio de la plaza un faro de unos diez metros de altura.

-Muy bien chicos –dice una de las coordinadoras del encuentro-, cada disciplina siga a su asesor, en la carpeta que les entregué en el camión viene especificado el salón donde se llevarán acabo sus sesiones de trabajo.

El sicario del cartel de Sinaloa y el malandro siguen a un Jack Sparrow (dientes podridos, amarillentos y de oro, barba tupida, saco y sombrero piratescos) que a lo lejos agita una mano cual náufrago en un isla al divisar un bote, para luego, al tener a sus pupilos bien formados, avanzar con dificultad, rengueando sobre la pierna izquierda hasta internarse en uno de los 7 edificios que rodean el faro de la explanada.

-Nos vemos, mayates –el judicial se despide de Carlos Salcido versión Alemania 2006 con un extraño saludo pandilleríl, para luego seguir a un joven no tan joven con el peinado de James Dean y el copete cano de Tongolele.

El judicial y James Dean Tongolele siguen a un Slash región 4, que a su vez sigue a dos chicas (una con barriga de embarazo, otra con un turbante en la cabeza) que siguen los pasos del que parece ser su asesor: un hombre con la mirada de Dexter, es decir, de psicópata homicida, pero mexicano, que da mucho más miedo que cualquier asesino serial gringo.

-¿Son de novela? –pregunta un sujeto de dos metros de altura, pelo blanco, gafas inmensas, el hermano mayor y basquetbolista de Woody Allen.

Por primera vez me siento Gulliver en Brobdingang.

-Sí –grito para asegurarme de que mi respuesta llegue a los oídos de Woody Allen.
-No mames, ¿somos todos los de novela? –dice.

Al escucharlo, mi cerebro hace corto circuito: ¿Qué clase de asesor habla como un chavo?
-Ellas también están en novela –apunta Salcido 2006.

Un par de chicas con mascadas en el cuello, bastante amables y educadas, nos saludan.
-¿Novela? –susurra con timidez un chico de mirada patibularia que aparece como Batman a nuestras espaldas.

Las chicas menean de arriba abajo las cabezas.

-Ahora sí somos todos –dice Woody Allen revisando la carpeta que tiene entre manos-, o al menos eso es lo que dice el programa.

-No –lo corrijo-, el programa dice que somos seis.

El señor Allen, las dos chicas educadas, el joven de mirada patibularia y Salcido versión Alemania 2006, contrariados por mi comentario se cuentan con la mirada.
-Por eso, somos seis –dice el gigante Allen.

Llega un señor regordete con un sombrero de Gilligan en la cabeza. Nos saluda. Esboza una ancha sonrisa. Permanezco en silencio. Prefiero quedar como un perfecto imbécil que no aprendió a sumar con manzanas y peras en el kinder a confesar que he confundido al octogenario señor Allen con nuestro asesor. ¿Qué acaso la beca no se llama Jóvenes Creadores, es decir, para artistas menores de 35 años?

2

Mis amigos campechanos, en especial Juanito (el caricaturista profético), me había dicho en incontables ocasiones en el café Las Puertas que me urgía ganar la beca Jóvenes Creadores más que a ningún otro artista en todo el Estado, antes que fuera demasiado tarde, que mi reloj biológico caducara, más que para evitar la indigencia y/o dejar de ser un mantenido, para foguearme con escritores de verdad, aprender de ellos, salir de la ciudad amurallada donde todo son zalamerías y palmadas en la espalda, debía ser un Hugo Sánchez, un Rafa Márquez, dar el brinco y aprender de los mejores, es decir, presentar mi trabajo para que fuera escrutado, diseccionado, milímetro a milímetro, quirúrgicamente.

Tres horas duró la operación de Carlos Salcido 2006. El primer conejillo de indias en subir a la plancha. No por voluntad propia sino por ser en orden alfabético la revisión de los avances de las novelas.

-¿Cómo te fue mayate? –pregunta el judicial, cerveza en mano.

-No tan de la chingada –dice Carlos Salcido levantando la voz para hacerse escuchar sobre la canción Bailando del grupo Paradisio.

-Lo que está de la chingada es este puto pueblo –dice el judicial-. Pinche música de mayates. ¿Qué clase de cantina es esta?

-La única que abre después de las diez y media –dice el joven director de una revista cultural local, encogiéndose de hombros a manera de disculpa a nombre de toda la ciudad.
-No seas puto, quédate a chupar –dice el malandro, mi compañero de habitación desde el otro extremo de la mesa.

-Quédense ustedes, pinches mayates –se pone de pie el judicial-, pinche pueblo bicicletero atrapado en los noventas.

Varios parroquianos de otras mesas paran oreja. Uno que otro toma con fuerza el cuello de la botella de su cerveza, esperando el momento justo para reventársela en la cabeza al judicial xenófobo.

-Voy a ver qué encuentro por ahí –el judicial deja cincuenta pesos sobre la mesa. Sale del bar.
Salcido 2006 hace lo mismo. Es mi oportunidad de escapar, de irme derechito a dormir al hotel.

-Como se ve que son bien pinches putos los de Torreón –grita el malandro y se escuchan algunos aplausos en las mesas vecinas.

Dudo, mis nalgas quedan a medio camino entre la silla y quedar completamente erguidas. Qué chingados, pienso.

-¿Qué? ¿Tú también te vas? –el malandro me mira con ojos atravesados al verme de pie, sacando cincuenta pesos y poniéndolos sobre la mesa.

-Sí –digo con poca determinación-, soy alérgico a esta música.

Dos poetas me mal miran e interrumpen su inspirado tarareo de los coros: bailando bailando amigos adiós, adiós, el silencio loco…

3

Antes de salir a la calle, hago una escala técnica. Mi culo es un aspersor de mierda. El baño del bar nunca volverá a ser el mismo. Avanzo dos cuadras. Trato de orientarme en el Centro Histórico de la ciudad. Es inútil: mi GPS interno está descompuesto. Siempre lo ha estado. Me desoriento hasta dentro de mi propia casa. Por más que intento memorizar los números y nombres de las calles, la amnesia siempre sale avante. Estoy perdido. Y ni alma en pena a quién preguntar por la dirección del hotel. Atravieso la Plaza de Las Armas, camino junto a una catedral de color rosa, el Palacio de Gobierno y sigo adelante sin rumbo fijo hasta llegar a la calle Ignacio Aldana donde observo a la distancia dos figuras conocidas: una regordeta y otra con los pelos de mango chupado: el judicial y Carlos Salcido platican con dos mujeres montadas en unos tacones de enormes plataformas.

-¿Entonces cuánto, morra? –pregunta el judicial.

Ha llegado la hora de mi acto: mimetizarme en la espesura de la noche. Transformarme en una sombra más. En una farola al pie de la tienda Telas La Parisina, del otro lado de la banqueta.
-Aquí a la vuelta, en el hotel Panorama –dice el judicial, acariciando la mano de una de las chicas.

Perfecto. Solo tengo que seguirlos. Ellos me guiarán al hotel. Eso sí, debo ser sigiloso, no quiero verme envuelto en un escándalo de prostitución si me ven los organizadores del encuentro. La beca lo es todo para mí: los alfileres que sostienen mi relación con Selva, el oxígeno que inflama de vez en cuando el pecho de orgullo de mamá, las cachetadas con guante blanco que asesto a mis enemigos que me tildan de escritor sin talento, mi credibilidad como intelectual.

Avanzamos una cuadra hasta llegar a la calle Venustiano Carranza. Doblamos a la izquierda. En los portales de un centro joyero, el judicial quiere comprobar la mercancía antes de tiempo.
-Tranquilo, guapo –la mujer retira la mano traviesa del cliente que se le mete debajo de la falda de nylon.

-Si no estamos en la iglesia –se queja el judicial y vuelve a la carga-. No seas apretada.
-Te digo que te esperes –la mujer retira de nuevo la mano pizpireta con un pellizcón-. Nos pueden ver.

-Pinche pueblo mocho –el judicial se soba la mano-, odio todas las pinches ciudades coloniales, son un asco: Querétaro, San Luis, Guanajuato, Zacatecas…

-Ora puto, con mi ciudad no te metas –dice la otra mujer que viene como escolta y hasta este momento tan silenciosa como Carlos Salcido.

Mi GPS milagrosamente empieza a funcionar. Puedo ver el hotel en mi mente, a una cuadra más adelante, pasando la cafetería La Parroquia (imagino nombre en honor a la Parroquia que está enfrente de nosotros, cruzando la Plaza de los Fundadores). El judicial suelta una retahíla de mentadas de madre, las mujeres también. Carlos Salcido intenta detener al judicial que se ha ido a las manos contra las chicas; ellas, con furia y agilidad que nunca antes le había visto a alguna fémina, arremeten contra mis dos compañeros del FONCA.

-Mayate, no te quedes ahí parado –me grita el judicial esquivando puñetazos, mordidas y arañazos.

Me han descubierto. No tengo más opción que salir de mi escondite. Cruzo la calle con la incertidumbre más grande de mi vida: ¿acaso debo engrosar todavía más la estadística de hombres que golpean a mujeres? Imagino a Denise Dresser, a Carmen Aristegui y otras mujeres famosas con los ojos amoratados. No hay tiempo para cavilaciones. En fracciones de segundo estoy esquivando taconazos y golpes contra la pared del estanquillo Aguas frescas La Michoacana. ¿Me veré muy puto si emprendo la graciosa huída? Carlos Salcido me roba la respuesta, al calor de la trifulca, logra escapar por piernas internándose en los portales de la Plaza de Juárez. Unas luces de colores centellan a nuestro alrededor. Rompen la noche y me hacen comprenderlo todo.

-Muy bien, pinches putos –truena una voz-, ya estuvo bueno.

Un par oficiales entran en acción: toman a las mujeres de los cabellos (en realidad pelucas) y les asestan sonoras cachetadas. Las vestidas caen al suelo sin oponer mucha resistencia, y a pesar de lo aparatosa y ruidosa escena, podría decirse que aquello no califica de brutalidad policiaca.

-Ay, malditas desgraciadas, más, más –exigen las vestidas con evidente placer, de rodillas, como si estuvieran dispuestas a cumplir una manta: arrastrarse hasta la Parroquia de enfrente para que el barbón de la cruz lave todos sus pecados tal como lo hizo con María Magdalena y otras putas.

4

Somos remitidos a los separos. Al llegar a la comisaría, el judicial saca dinero de su cartera. Perfecto. Me alegra vivir en un país donde este tipo de desaguisados se solucionan aceitando la mugrosa mano de la ley.

-¿A dónde cree que va? –me detiene un policía-. Usted viene conmigo.

Intento protestar, exigir justicia, argumentar que yo solo estaba pasando por ahí, pero el policía me hace manita de puerco y me mete en una celda. No pego un ojo en toda la noche. Mi compañero es un borracho colosal, descamisado, los labios hinchados, bañados en sangre que no cesa de gruñir, bufar y golpearse el pecho como King Kong. Finjo ser un insecto, una mancha de moho en la pared, el barniz escarapelado de los barrotes de la celda. No respiro, no muevo un solo músculo del cuerpo hasta que un tac, tac, tac, de unos tacones con plataformas interminables me sacan de mis fatídicas tribulaciones: dos pares de piernas desnudas, largas y musculosas atraviesan el pasillo.

Despunta el alba. Un policía abre la puerta de mi celda. Doy gracias a Dios de que King Kong no haya horadado mi enrojecido culo.

-Vámonos mayate –dice el judicial, rozagante, el pelo engominado, recién bañado, oloroso, como si en vez de dormir en una lúgubre mazmorra lo hubieran hospedado en un spa o penthouse.


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