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actualizado 19 de mayo 2011

Cuando el FONCA nos alcanza: día tres
El miedo me dobla las rodillas. Me reduce al tamaño de un hobbit: soy Frodo
Por Rodrigo Solís

El segundo día de sesiones de trabajo se divide en dos: mañana y tarde. No así mi diarrea, infatigable, constante. No me da cuartel. Nada más llego al Centro de las Artes, finjo ser un amante de la arquitectura penitenciaria: recorro cada uno de los rincones de los 7 edificios que circundan el faro que está en la explanada central. Elijo el baño más escondido, recóndito, ubicado en la segunda planta, en una sala en remodelación, con el cartel de “NO PASAR” pegado en la puerta. Paso, allano la habitación, alivio mis intestinos podridos. Descargo la pirotecnia intestinal. Un concierto ruidoso, asqueroso. Un aguacero pútrido es expulsado de mi cavidad anal enrojecida, lacerada por el roce constante, incesante con el papel higiénico. Por primera vez en todo el encuentro soy libre: dejo atrás la discreción, los modales, la decencia. Me sujeto con fuerza del bacín, lo abrazo, mis manos sudorosas, temblorosas, se deslizan por la fresca y ovalada porcelana hasta hacer contacto con el suelo. Gimo, gruño, respiro con alivio.

En la sesión de la mañana leen sus avances de novela las dos chicas educadas. Mascadas alrededor del cuello. Salen airosas, ambas. Aunque hay apuntes de nuestro asesor. Una máquina de la corrección de estilo. Un radar para localizar repetición de palabras, gerundios, infinitivos. Palabras redundantes, innecesarias. Muletillas. Una biblioteca humana. ¿A qué hora escribe este hombre? Nuestro asesor da citas, referencias de autores, novelas, libros de ensayos. No importa que una chica haya leído una novela decimonónica y la otra una novela enloquecida, alucinante, de ciencia ficción, donde el protagonista, un suicida matemático, homosexual y perseguido por el servicio de inteligencia británico, es sorprendido por la aparición de un inusual compañero: Joseph Merrick, alias, El Hombre Elefante.

Por mi parte, me limito ha hacer lo que siempre hago cuando asisto a encuentros de intelectuales: sobrevivir, es decir, menear la cabeza de arriba a bajo, frotarme el mentón con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, ladear la cara, fruncir de vez en cuando los labios, o sea, poner cara de escritor complacido, que ha leído de pe a pa todos los títulos de esos libros que en mi vida he escuchado, menos leído.

-¿Alguna sugerencia para sus compañeras? –dice el asesor.
Se activa mi mecanismo de autodestrucción. Mis tripas chillan. Un retortijón me hace apretar el culo para no cagarme en mis pantalones como un niño. El señor Allen da sus acotaciones, todas acertadas, inteligentes, recomienda leer más libros que en mi vida he escuchado. El joven de mirada patibularia es conciso, cada uno de sus apuntes precisos, un ninja de la crítica, cada comentario certero, no se ve en la vulgaridad de desperdiciar energías y saliva dándole vueltas a los errores encontrados. Carlos Salcido, astuto, toma los apuntes de nuestros dos compañeros que han hablado y hace una mezcla con ambos. Dice lo mismo, lo antes dicho, pero con otras palabras. Suena bonito. Profundo.
-¿Quieres aportar algo más? –me pregunta el asesor.
Trago saliva. Mi espalda se empapa. ¿Qué puedo decir? Soy la Paula Abdul de la mesa.

La sesión de trabajo de la tarde es igual de intensa e interminable que en la mañana. Todos mis amigos escritores que han obtenido la beca del FONCA mintieron. ¿Dónde está la fiesta, el desmadre? Tengo el culo como un mandril de tanto cagar y estar sentado escuchando lecturas infinitas. Por más que intento concentrarme en lo que leen mis compañeros, de seguir con la mirada las fotocopias de los avances de sus novelas, solo puedo pensar en el terrorífico momento en que llegará mi turno. Puedo ver las caras de horror que pondrán todos. En especial el asesor. Se dará cuenta, apenas pasada la primera hoja de mi lectura, que soy un impostor. Alguien jugando a escribir. Que fue un error darme la beca. Dinero dilapidado, tirado a la basura por los contribuyentes para mantener a un tipo que cree que por chismorrear y hacer públicos en sus blogs sus dislates, delirios de grandeza, su relación calenturienta con su novia de nombre imposible, está haciendo literatura.

-¿Y cuál es tu opinión? –me pregunta el asesor.
El señor Allen mi mira fijamente. ¿Se habrá dado cuenta que no presté atención a ni una de sus letras, que fue una pantomima eso de cambiar las hojas, subrayar palabras al zar, asentir con mirada de persona culta?
-Es una apuesta arriesgada… –digo impostando voz de gente seria, conocedora, soy Randy Jackson- lo que pueda decir, está de más, ya se dijo todo. Me gustó mucho la novela. Va por buen camino, espero con ansias poder leerla completa.
Bingo. El señor Allen infla el pecho. El asesor dice que tomemos un receso para estirar las piernas y tomar café. Estiro las piernas, desde luego, no hacia la máquina de café sino a la segunda planta donde está la habitación prohibida. Descargo mis heces acuosas a propulsión a chorro. Me siento un hombre libre, al menos por unos minutos.

Continuamos con la sesión de trabajo. El joven de mirada patibularia nos advierte que su avance solo consiste en 8 páginas. Perfecto, no voy a ser el único al que le quiten la beca. Igual y las 80 hojas a doble espacio, letra número 14, tipo Georgia que tengo preparadas para leer mañana hacen cambiar de opinión al asesor y me mantiene la beca.

-Adelante –dice el asesor-, te escuchamos.
Ni con un diccionario a mano sería capaz de poder seguir la lectura. Son las 8 páginas más densas que jamás le he escuchado leer a alguien. ¿Cuál será mi apunte, acotación, aportación a una obra inentendible? Empiezo a sudar copiosamente. El salón es un horno de leña.
¿Qué diría Paula Abdul en una situación semejante?
-No entendí un carajo –me sincero por error (incluida una mala palabra), como la flatulencia que se escapa de los intestinos sin permiso, sin querer, en el momento menos oportuno, cuando conoces a tus suegros en una cena privada, íntima.

El joven de mirada patibularia no cambia su expresión al escuchar mi crítica. Se me eriza la piel. Solo los locos permanecen con la mirada fija, inerte, cuando son insultados, agredidos, agraviado su honor.
-La verdad yo tampoco entendí mucho –se suma Carlos Salcido; tomo nota mental de invitarle una cerveza en la noche, sin embargo, astuto, agrega-: pero me encantó. Manejas una métrica y unos recursos literarios alucinantes.
-Sí –apunta el señor Allen-, es como si estuviéramos viendo componer una partitura a Tchaikovsky.

-Eso –digo, en un desesperado intento de salvar el pellejo-, me sentí como si estuviera viendo una película rusa sin subtítulos.
El joven de mirada patibularia entrecierra los ojos. Se digna a mirarme. Un escalofrío me recorre la columna vertebral de arriba a abajo. Soy hombre muerto: un cadáver respirando.

Media noche. La puerta de la habitación 517 repiquetea al compás de unos nudillos desesperados. Me envuelvo entre las sabanas. Detengo mi mano a medio camino del interruptor de luz. Apagarlo sería delatarme, la confirmación de que estoy dentro del cuarto. Me maldigo por ser un ermitaño, por rehusarme a salir de juerga con mis compañeros.
-No seas mayate –me reprochó el judicial.
-No he dormido nada –me excusé, bajo ningún concepto pensaba dormir otra noche en la cárcel-. Y además, mañana a primera hora me toca leer mis avances.
-¿Y? –el judicial me rodeó con el brazo- Te chingas unas rayas y como nuevo, papá.
-Mejor mañana –fingí un bostezo-, el último día me reviento hasta morir.
Los repiqueteos se intensifican. Puedo ver una sombra opacando el haz de luz que se extiende horizontal en la rendija de la puerta. Me deslizo con cautela sobre la alfombra. Miro a través de la mirilla de la puerta: un gran ojo sin parpado me observa. El miedo me dobla las rodillas. Me reduce al tamaño de un hobbit: soy Frodo. Cierro los ojos, oprimo los puños y rezo para que Sauron, el Enemigo Sin Nombre, no me haya visto.
Escucho unos jadeos.
Luego el silencio.
Repto hasta el baño. Un concierto de flatulencias es la mejor terapia para combatir el miedo, además, una excusa perfecta para no abrirle la puerta a nadie.

Un golpe seco contra la puerta de la habitación 517. Despierto aterrado. Miro mi celular. No es tan tarde: la una y media. Otro golpe seco se impacta contra la puerta. Abrazo las sábanas. El joven de mirada patibularia ha llegado por mí. Aporrea su cráneo una y otra vez. A toda costa quiere tumbar la puerta y asesinarme. No existe nada más peligroso que un escritor ofendido. Salgo de la cama. Corro hacia las ventanas. Son enormes. Las abro. Las cortinas cobran vida al contacto con el viento, me envuelven. Estoy en el quinto piso, no hay escapatoria. Soy Juan Escutia. La puerta se abre.
-¿Qué haces despierto? –pregunta el malandro, en las manos lleva un arsenal de botellas.

-Ey, vengan, aquí, en el quinientos diecisiete –grita.
Una estampida de borrachos toma la habitación. Reconozco algunos rostros (ahora estragados por el alcohol) de las sesiones interdisciplinarias, donde los artistas, sobre el escenario, delante de un micrófono tenían que presentar su proyecto ante todos los becarios, explicar en qué consistía, justificar por qué les dieron la beca, maravillarlos con sus ideas creativas, innovadoras.
-No te perdiste de nada –me dice el sicario de Sinaloa-, todos los bares cerraron temprano.

Suspiro de alivio, no he desperdiciado otro momento crucial en mi ermitaña y aburrida vida. Escucho un golpe. Bajo la mirada: un cuerpo inerte yace tendido en la alfombra. Es el joven con peinado de James Dean y el copete cano de Tongolele. Se escuchan aplausos, gritos. Los intrusos alcoholizados saltan, esquivan al obstáculo humano para recargar sus espaldas peligrosamente sobre el filo de las ventanas abiertas. Al parecer los precipicios tienen en los borrachos el mismo poder hipnótico que el mar.

-Que alguien me sirva un trago –dice un tipo idéntico a Rasputín, quien horas atrás, al subirse a la tarima para presentar su proyecto, se puso una bolsa de papel estraza en la cabeza y dijo: <<no, pues mi proyecto consiste en no hacer nada>>.

Diligente, le sirvo una cuba, no vaya a ser que le quiten la beca.
-Que sean dos –me ordena una chica panzona; ella explicó que estaba en la disciplina de cuento, y que sus cuentos eran cortos, muy cortos, porque le chocaban los cuentos largos, y porque tenía un bebé de tres meses que no le dejaba mucho tiempo libre para leer, menos para escribir. Por eso sus cuentos eran escritos en 140 caracteres. Traducción: cada twit que subía a su Twitter era un cuento.

Termino siendo el mesero de la fiesta. Una fiesta patética donde uno por uno los borrachos van cayendo como moscas sobre el piso. Y mi cama no es la excepción. Entre las sabanas está un pintor con barba de náufrago, roncando, idéntico a las pinturas que nos presentó en el auditorio horas atrás donde retrataba con un realismo impresionante a personas dormidas. Narcolépticas. Antes que cayera fulminado, intenté sonsacarle la verdad, que me confesara si utilizó Photoshop u otra técnica tramposa para lograr que sus pinturas parecieran hechas por una cámara fotográfica. No lo logré. El naufrago aseguró que todos los pintores usaban Photoshop en sus presentaciones, salvo él.

Despunta el alba. La habitación es un reflejo distorsionado del video Come Undone de Robbie Williams: botellas de alcohol regadas, quebradas, marcas de cigarro y vómito seco en la alfombra, todo, todo igualito al video, salvo los cuerpos sexys de los modelos.

Me resigno a dormir parado. O mejor dicho, a morir de pie.
-Sírvele una al mayate ese –dice el judicial que hace una entrada triunfal en el cuarto, rebotando en las paredes como una pelota de pinball. En una esquina, como si fuera una lámpara o un accesorio decorativo de la habitación, descubro la figura del joven de mirada patibularia. Sus ojos están inyectados de sangre, flamígeros, sin párpados. ¿Cuánto tiempo lleva ahí observándome sin que me percatara de su presencia? Poco importa. Soy un diligente mesero. Sigo las órdenes del judicial: sirvo tres cubas. Las cubas más cargadas, más fuertes que he servido jamás.

-Gracias mayate –el judicial hace una mueca de asco al sorber la cuba.
Extendiendo la mano para entregarle el vaso al joven de mirada patibularia y me topo con las cortinas largas y blancas meciéndose con el viento.

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