Hay domingos pintados con los colores del vacío y la soledad. Es solo una sensación, pero es una sensación que lo inunda todo. Parece que el último día de la semana gravita por latitudes blancas, por los no lugares del tiempo, donde se desentienden los lenguajes indescifrables del alma. Mientras uno se desgasta, en esos domingos de coordenadas inciertas, el mundo sigue, la gente viaja y ríe y llora con sus verdades, delirios y guerras.
Todos los domingos que un día me prometí son muy parecidos: lentos, de tundra y cielo, selenos, de trópicos rotos, alucinados por la sal y el viento de la añoranza que alimentó mi infancia.
Los domingos son la última frontera que el hombre puso al tiempo. Acotar, dejar plano lo inasible de este discurrir que se me antoja desasosegante. En los domingos es donde habitan las tardes de café, de cine, de vírgulas de lluvia tras el cristal, de olor a caravana y a carrusel deportivo, de los últimos besos, y de trabajo en estos últimos años.
A medida que los domingos se suceden, uno va percibiendo la complejidad del mundo, como si cada domingo fuera un bofetón que lo hace a uno más hombre y más incapaz, más viejo y cauto, más miedoso y menos temerario. Es ahí cuando comprendes su significado. De sopetón. Y notas como toda esa extrañeza que vive en los domingos, se hunde en la carne. El domingo como taladradora de lo eterno.
A penas quedan misterios en estos domingos que envenenan de saudade al resto de la semana. Domingos idiotas. Domingos de fútbol. Domingos de cervezas y rayas. Domingos de picnic. Domingos de misa. Domingos de campo y playa. Domingo de toros. Domingo de bicicleta. Domingos de sexo y pandereta. El hombre, que alumbra y apaga las cosas del mundo, para cuándo se le ocurrirá destronar del calendario a los domingos.