Noviembre es un mes con paladar meditativo, no en vano se celebra el día de los muertos en casi todo el mundo, cuestión que nos invita a reflexionar sobre el valor de la vida. En ocasiones, se tiene la sensación, por ciertos hechos cotidianos donde impera el odio y la venganza, que el mundo camina a la deriva. Nos han enseñado a movernos en el terreno de las cosas, como si fuéramos máquinas con fecha de caducidad, a tener poco tiempo para pensar y mucho para gastarnos y desgastarnos en estupideces. Junto a este contexto, apenas nos hemos interpelado sobre el sentido de nuestra existencia y en qué dirección orientarnos.
Reflexionar sobre la muerte desde la vida es algo tan necesario como preciso, al menos nos va a enseñar a pensar mucho y a vivir de otra manera. La autenticidad del ser humano es lo que va a permitir transformar las cosas. A mi juicio, por tanto, tenemos que huir de esta cultura materialista que nos inunda y ser más reflexivos, más sujetos pensantes en definitiva. No es bueno dejarse atrapar por este desierto espiritual que nos han injertado, en vena, fibras opresoras a su antojo. Tampoco es saludable permitir que piensen por nosotros. Precisamente, uno de los mayores placeres de esta vida, radica en el habito de pensar para ser yo mismo con todos.
Ciertamente, no hay persona que no tenga familia que recordar. Los recuerdos, sin duda, son también otra forma de vivir, la hacen más profunda, se entronca a lo íntimo del corazón con las generaciones que nos precedieron. La muerte no debe interrumpir ese diálogo con nuestro tronco originario, con nuestro vínculo sentimental a través del abecedario del alma, mucho más fructífero que cualquier otro lenguaje. Nuestra vida es la muerte de los antecesores y su vida es también nuestra muerte. Ya se sabe, las personas pasan, pasaremos un día todos nosotros, pero los recuerdos quedan, permanecen en nuestras habitaciones interiores, buceadas por el aire, como el más puro de los perfumes.
No cabe duda que la muerte está ahí como un sueño y un final de verso. Otros tomarán ese verso primero para continuar ensanchando el árbol de la creación. Evidentemente, nuestras existencias están profundamente unidas unas a otras, de ahí la importancia de progresar en la formación íntima del ser humano. Todos hemos sido testigos de avances, que puestos en manos corruptas, han desvirtuado su sentido. Lo que podía ser un bien se ha convertido en un mal, por esa falta de hondura ética del ser humano. Está visto que el progreso de esta vida para ser realmente progreso, necesita del crecimiento moral.
Cuando la moral nos abandona, muy propio del momento presente, todo se viene abajo, todo va hacia el derrumbe. Hoy el mundo lo que requiere es una escuela de moral, que nos capacite, en primer lugar, para estar en paz con nosotros mismos, y luego, para que podamos corregir los errores de nuestras conductas instintivas. Sin duda, en estos tiempos son muchas las bancarrotas que se están produciendo pero, la peor es la bancarrota moral originada por una cultura opresora hacia el débil, sin miramiento alguno, y con una gran insensibilidad social. Sólo se muestra una sensibilidad de escaparate, una codicia desenfrenada y un consumismo que raya lo irracional en las sociedades desarrolladas.
Sabemos por las diversas investigaciones científicas que la capacidad del planeta de sustentar la vida se va debilitando cada vez más velozmente, hasta el punto de que pueda desaparecer la misma especie humana, por una conducta irresponsable de todos nosotros. Estas pruebas nos indican que tenemos que huir cuanto antes de esta cultura suicida, poderosamente desequilibrada, demencial a más no poder, que para nada asegura un mundo mejor para las generaciones futuras. Asimismo, con estas formas de gobiernos sin escrúpulos, va a ser muy complicado asegurar nuevos niveles de convivencia entre personas, entre nosotros y la naturaleza que nos acompaña en esta vida.
Todos somos conscientes de que nos estamos cargando el planeta, el que nos da vida, pero nos falta la fuerza moral y las convicciones éticas para hacer frente a este angustioso problema, que tiene su base en una legión de irresponsables con poder en plaza, más bestias que personas y más inhumanos que humanos. Tenemos poderosos recursos espirituales que podemos y debemos utilizar, pero hemos optado por sintonizar con fuerzas contrarias a nuestras más profundas creencias y convicciones. El día que digamos ¡no! a las raíces podridas de nuestra vida, en parte porque la base de nuestra sociedad está corrompida por la permanente mentira, entonces veremos la luz. Pienso, pues, que nuestra existencia está en estado de necesidad, mientras no se injerte un nuevo código ético -una ética moral- como condición previa en todo el hábitat.
Sirva, pues, este mes de noviembre para recapacitar sobre la muerte y la vida. La falta de reflexión ya es el camino hacia la muerte. Sin embargo, aquel que delibera comprenderá que la vida es una constante meditación. En cualquier caso, ante una vida que nace y una vida que muere, cuidado con la ceguera moral, al menos debemos interrogarnos para evitar tantas confusiones sembradas. Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a vivir sin miedo y a tener las necesidades básicas cubiertas. Por desgracia, se producen muertes en vida, como esos niños muertos en conflictos armados, como esas mujeres maltratadas presas del terror, como esas muertes que pudieron ser evitables, como esos seres humanos a los que se les impide ver el sol. Ante estas evidencias marcadas por tantos signos de muerte, nos queda avivar una nueva cultura de la moral, o sea, de la verdad y del amor. Por algo somos donantes de vida.