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actualizado 11 de diciembre 2013
Me niego a que los nuevos tiempos impongan desigualdades
Los nuevos tiempos, imponen desigualdades, sobre todo aumentando la injusticia de castigar más al que menos tiene
Por Víctor Corcoba Herrero
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Es evidente que el mal existe, pero también el bien, como el fuego vive, pero no sin frotar cuerpos, o el mismo día sin la noche. Todo tiene su punto y su espacio, su expresión y su silencio, su explosión y también su caída. Por lo pronto, no hay que acomodarse o dejarse vencer por la primacía de una economía devoradora de la política o por una política corrompida, devastadora del estado social. Tenemos que saber discernir lo que nos conviene, utilizar bien los sentidos, mirar y saber ver más allá de las pasiones de otro tiempo, trabajar por gestionar menos burocráticamente una cultura al servicio del ser humano. Nada hay más importante que la persona. Esta es la premisa que debemos tener clara. Lo subrayo como principio de actuación. Cuesta entender, por consiguiente, que para una buena parte de los intelectuales de hoy en día, su principal preocupación sea conseguir dinero, y no reivindiquen la justicia social o la libertad de creación para la manifestación de sus ideas, ni inventen cosas nuevas para avivar el entusiasmo por la belleza, que como decía Platón es el esplendor de la verdad.

Naturalmente, los nuevos tiempos, tal y como se vienen concibiendo, imponen desigualdades, sobre todo aumentando la injusticia de castigar más al que menos tiene. Para ello, se genera una incertidumbre que descapitaliza al más débil, como si fuera el responsable de todos los males actuales. La falsedad, que por otra parte es tan antigua como el árbol del paraíso, nos gobierna a jornada completa. No descansa. Y está en red. Tampoco la verdad mal intencionada, que es la peor falsedad, nos deja libres de sus zarpazos. Te la puedes encontrar de manera virtual en cada amanecer. Al final uno ya no sabe si necesita trabajar para vivir, o si necesita maldecirse para engrandecerse. En el mundo de la contradicción todo es posible, que las nuevas generaciones vivan peor que las pasadas, que el mercado despedace el imperio de la ley, o que los ciudadanos se conviertan en marionetas de unos gestores sin identidad, pero que están ahí, moviendo los hilos de la subsistencia a su antojo.

Hoy todo esto parece una película de terror. Porque el mercado es el que instruye, el que adiestra, el que guía y orienta, el que castiga e increpa, el que corrige y escarmienta, el que domina y triunfa, el que sugestiona y mangonea. Ante este tipo de tropelías inhumanas, es menester poner orden con la construcción de nuevas instituciones con vocación planetaria. No se puede jugar de esta manera con las personas. Lo que debemos es producir más ilusión con el futuro, tener más sintonía con los que gritan, congelar cualquier exclusión, e indagar hacia otras opciones más solidarias. Sí hay alternativas, pero primero hay que desenmascarar y oponerse a lenguajes necios, porque la necedad es la madre de todos los trastornos. Cuidado con la multitud de parlanchines empeñados en demostrar que tienen talento para seguir a la sombra del poder. Mucha atención también a ver los vicios ajenos y olvidar los propios. Los desastres de esta falta de conciencia ya los sufrimos, a través de las tormentosas relaciones de unos para con otros, puesto que a veces tenemos problemas internos muy grandes que, la misma gente que nos circunda, no entiende.

El mundo de las contrariedades y de las contradicciones vuela sobre cada uno de nosotros, con influencias diversas, casi siempre crecidas de maldad, de juramentos en falso, que nos conducen a comportamientos absurdos, a divisiones que debemos sanar cuanto antes. Tenemos que ir al rescate de cada uno. Los ciudadanos no pueden convertirse en enemigos de sí mismos. Llevamos siglos elaborando maldades que nos destruyen y nos hunden como especie. Tenemos que decir basta. No es algo sobrehumano, es cuestión de activar la moralidad como aliento y la verdad como sustento. El bienestar y la esperanza de los pueblos no podrá llegar de la mano de la esclavitud, de la inseguridad, lo sabemos, pero hacemos bien poco por cambiar. Es hora de que los agentes de gobernanza, medien, concilien y reconcilien vidas perdidas, vidas arrebatadas, vidas comercializadas, vidas aplastadas en definitiva.

Son muchos los seres humanos que no han conocido otra vida, más que la del sufrimiento, aunque vivan en lugares de paz. Sabemos que los desposeídos y los desnutridos han aumentado en los últimos tiempos, viven con la promesa de una nueva vida, y esperan de nosotros que ejerzamos como personas, no como bárbaros. Ciertamente, no necesitaríamos levantar tantas vallas, como la que separa Melilla de Marruecos, si en verdad borrásemos la cultura discriminatoria que nos invade. Todos los seres merecen vivir, no pueden ser descartados porque son semejantes a nosotros, merecen una oportunidad, una única oportunidad, pero la merecen, y máxime cuando son víctimas de sistemas injustos y excluyentes. Para ello, se necesita menos caridad y más justicia social, menos palabras y más compromiso social, menos limosnas y más inversión para los pobres.

Acaso puedo sentirme bien, permanecer indiferente, decir que soy libre, viendo (o conviviendo) con personas encadenadas a la pobreza más extrema, al comercio más denigrante. ¿Es qué no las vemos? ¿O es qué no las queremos ver? El enfoque de la mano tendida en la lucha contra la pobreza ha de distinguirse por avivar las políticas de empleo, para que cualquier ciudadano pueda desarrollar su propia vida acorde con sus aspiraciones. Estoy convencido que el problema de las tremendas desigualdades será el nuevo cáncer de la civilización moderna. Algo que renace de un injerto de maldades activadas por sistemas corruptos, e insensibles con el desempleo o el empleo en precario que no proporciona un nivel de vida digna. Indudablemente, tenemos que proyectar nuevos caminos donde se impulse el control de los mercados financieros, donde prevalezca la ética sobre la economía y el bien social sobre la ideología de la tecnocracia.

A mi juicio, tenemos un capitalismo gestor sin escrúpulos, que viene ejerciendo un poder como jamás, que ha hecho de la burocracia el mayor negocio, puesto que lo lleva todo a su beneficio, haciéndolo además como auténtico depredador de existencias. Desde luego, las políticas monetarias y financieras no pueden seguir dañando a los más débiles. Los responsables políticos, sin duda, tienen que ocuparse mucho más por ese bien colectivo y la cuestión económica debe subordinarse a ese objetivo con criterios éticos. Pongamos impuestos solidarios, medidas de transparencia en las instituciones políticas y financieras, y establezcamos unas actividades financieras supeditadas a la creación de un bienestar global, que todos merecemos por el hecho de ser personas. Hagamos algo por la humanidad que no sea una mera dádiva. Vayamos a la raíz del problema, que no es otro, que unos pocos se quedan con lo que es de todos.

corcoba@telefonica.net

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