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actualizado 11 de enero 2013
Comida basura
Lo más alarmante es la impasibilidad con que se observan estos hechos al pasar por delante
Por Javier Jaspe Nieto
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Cada vez es más común una imagen que ya se ha convertido en parte del paisaje urbano, grupos de personas reunidas en torno a los contenedores de basura de los supermercados. Todos los días, a la hora del cierre y ante la mirada de los trabajadores de la superficie, buscan entre lo que dista mucho de ser basura, el sustento para sus familias.

Impacta reconocer rostros y encontrar gente que jamás hubiera imaginado dedicar parte de su jornada a semejante tarea. Resultaría un disparate si no viviéramos en un país con más de 11 millones de habitantes bajo el umbral de la pobreza, en el que un 30% de la población batalla cada mes para sacar adelante a los suyos. Las superficies de alimentación desechan cada día cientos de kilos de alimentos en buen estado que algunos se han negado a desaprovechar. La Federación Española de Bancos de Alimentos (FEISBAL), ha puesto en marcha una iniciativa para frenar un malgasto de productos que serían de inestimable ayuda para miles de familias. Acciones como esta, sumadas a la presión de otros muchos organismos sin ánimo de lucro, han forzado la revisión de la normativa. Pero la realidad actual aún no ha notado los efectos de estas buenas intenciones. Si tomamos como ejemplo la experiencia, incluso es posible que se queden en el papel.

Resulta inevitable preguntarse por qué ni si quiera la mitad de todo este desperdicio llega a manos de los bancos de alimentos, por qué razón las cadenas de supermercados no terminan de dar un paso al frente con la donación de productos de los que no obtendrán beneficio. ¿Es posible que la legislación beneficie al empresario? Algún observador podría afirmar que las empresas de este tipo prefieren deshacerse de género en perfecto estado antes de que alguien con verdadera necesidad lo pudiera aprovechar. Las superficies de alimentación, por su parte, se amparan en una normativa que pocos alcanzan a encontrar lógica.

En Grecia, se autorizó la semana pasada la venta de alimentos “caducados” a precios más bajos. Mientras algunas asociaciones de consumidores tachan esta medida de inmoral, queda preguntarse qué moral permite tirar toneladas de alimentos válidos a un cubo de basura. La etiqueta “consumir preferiblemente antes de”, actúa como escudo de estos empresarios, pero todo hijo de vecino ha podido comprobar que sus yogures tenían el mismo sabor una semana después de rebasar la temida fecha.

El Ministerio de de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente de España establece estas fechas límite para la venta al público. Mata dos pájaros de un tiro. Favorece al supermercado de turno y aparta al consumidor de, a su juicio, un peligro alimenticio. Lo que no queda muy claro es en base a qué criterios imponen unas fechas de caducidad que obligan a las superficies a reponer sus productos casi a diario. Los olvidados en este proceso son ese 30% de necesitados que habita el Estado español.

Ante un sinsentido de esta magnitud, se han creado asociaciones destinadas a la recogida de alimentos, que organizan comedores sociales y donaciones a partir de estos productos desechados. Cuando anochece, ya no sólo se reúnen frente a la puerta trasera del supermercado aquellos que acostumbrábamos a ver. Se echa mucho de menos que estas iniciativas fueran apoyadas en mayor medida, ya que parches como la medida recién adoptada en Grecia, lejos de abaratar, encarece la alimentación. El comerciante dispone de más tiempo para lucrarse con el producto y el necesitado corre mayor riesgo al consumirlo gratis. De esta manera, si la gente sin recursos sólo puede comprar alimentos caducados, subirá su precio.

Todo ello debería llevar a replantearse el hecho de tirar comida por una mera cuestión de aprensión, cuando caras conocidas se sobreponen a la vergüenza de rebuscar en la basura para hacer frente a la necesidad. Lo más alarmante es la impasibilidad con que se observan estos hechos al pasar por delante. La tétrica estampa ha pasado a formar parte del conglomerado de miserias sociales con las que se nos fuerza a convivir. Y mientras damos palos de ciego al buscar culpables y soluciones, la costumbre amortigua nuestra sensibilidad.

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